Bajo Su Dominio - Parte 1

 

Amelia caminaba por el campus universitario con el viento acariciando su cabello castaño y lacio, que caía en ondas suaves sobre sus hombros delgados, su piel de porcelana brillaba bajo el sol de la tarde, sus ojos verdes, grandes y expresivos, reflejaban la alegría de haber aprobado aquel examen que la había tenido en vilo durante semanas, su cuerpo esbelto, con curvas discretas pero sugerentes, se movía con gracia bajo el vestido ajustado que ceñía su cintura y acentuaba sus caderas, llevaba una mochila al hombro y unos audífonos que apenas disimulaban el ritmo de la música que la acompañaba, sonreía para sí misma, sintiendo esa euforia que solo la victoria académica podía darle 

—Mamá, ¡lo logré! —gritó al entrar a la casa, dejando caer la mochila en el sofá con un gesto triunfal, su madre, una mujer elegante de rasgos afilados y pelo corto, la miró con orgullo mientras doblaba blusas sobre la maleta abierta en la cama 

—Felicidades, cariño, sabía que podías —respondió sin dejar de empacar, pero luego su expresión se tornó seria—, Amelia, tengo que irme a Europa esta noche, la junta directiva quiere que supervise las nuevas sucursales, estaré fuera dos meses 

Amelia parpadeó, la sonrisa se desvaneció 

—¿Dos meses? Pero… ¿y yo? 

—Hugo se quedará contigo —dijo su madre con naturalidad, como si no hubiera nada más obvio en el mundo 

—¡No necesito que me cuiden! Tengo veintidós años —protestó Amelia, cruzando los brazos sobre su pecho, sintiendo cómo el nombre de Hugo resonaba en su interior como un eco perturbador 

—Es mi decisión, y punto —la interrumpió su madre con un tono que no admitía réplica—, además, la casa no puede quedarse sola, y Hugo es de confianza 

Amelia apretó los dientes, ayudando a su madre a cerrar la maleta con movimientos bruscos, no podía negar que Hugo, aquel hombre de cincuenta y tres años con manos grandes y mirada penetrante, le producía una atracción prohibida que la avergonzaba, desde que empezó a salir con su madre, Hugo la observaba con una intensidad que la hacía sentir desnuda, como si sus ojos pudieran desgarrar la tela de su ropa y descubrir cada centímetro de su piel 

—Cuídate, mamá —murmuró al despedirse en el aeropuerto, abrazándola con fuerza, pero su mente ya vagaba hacia Hugo, hacia esa presencia masculina que pronto llenaría la casa 

La noche cayó como un manto pesado, Amelia estaba sentada en el escritorio de su habitación, los libros abiertos frente a ella, pero las palabras se mezclaban en su cabeza, no podía concentrarse, cada ruido la hacía saltar, el tictac del reloj, el crujido de las paredes, hasta que finalmente escuchó el sonido de la puerta al abrirse, los pasos firmes en el vestíbulo, el corazón le latió con fuerza, sabía que era él 

—Amelia —la voz de Hugo retumbó en el pasillo, grave, autoritaria 

Ella respiró hondo antes de salir de su cuarto, encontrándolo de pie en la cocina, alto, ancho de hombros, con ese traje que siempre llevaba impecable y que ahora se había quitado la chaqueta, dejando ver los músculos de sus brazos bajo la camisa blanca, su cabello entrecano peinado hacia atrás, y esos ojos oscuros que la escudriñaron de arriba abajo 

—Hola, Hugo —dijo, tratando de sonar indiferente, pero su voz tembló levemente 

—Tengo hambre —declaró él, sin saludarla siquiera—, prepara algo 

Amelia parpadeó, sorprendida 

—Yo… no sé cocinar 

Hugo se acercó, lentamente, hasta quedar a solo unos centímetros de ella, su aliento cálido rozó su mejilla 

—Pues aprenderás —susurró, su tono era suave pero cargado de una amenaza latente—, en estos dos meses te enseñaré a ser una verdadera mujer 

Amelia sintió un escalofrío recorrer su espalda, no entendía del todo sus palabras, pero algo en su mirada le hizo saber que no se refería solo a la cocina, sin decir nada más, se dirigió a la nevera y comenzó a sacar ingredientes, sintiendo cómo los ojos de Hugo la seguían, como si ya estuviera desnuda ante él

Hugo se recostó en la silla, observando cada movimiento de Amelia, cómo sus manos torpes cortaban las verduras, cómo el sudor perlaba su nuca, cómo el escote de su blusa se abría levemente cuando se inclinaba, sentía el deseo creciendo dentro de él, pero no era un hombre que se apresurara, no, él disfrutaba de la tortura lenta, de la anticipación, de ver cómo la inocencia se transformaba en miedo y luego en sumisión 

—Más pequeño —ordenó señalando los trozos de zanahoria—, así no se cocinarán parejos 

Amelia asintió, apretando el cuchillo con más fuerza, sus mejillas estaban sonrojadas, notaba la mirada de Hugo como un peso sobre su piel 

—¿Por qué… por qué haces esto? —preguntó finalmente, sin atreverse a mirarlo 

Hugo sonrió, un gesto lento y peligroso 

—Porque tu madre no te enseñó lo que una mujer debe saber —respondió—, pero yo lo haré 

Amelia tragó saliva, sus piernas temblaban, no sabía si por miedo o por esa extraña excitación que comenzaba a invadirla, Hugo se levantó entonces, acercándose por detrás, su cuerpo grande y caliente casi rozando el suyo, sus manos, grandes y fuertes, se posaron sobre las de ella, guiándolas para cortar con precisión 

—Así —murmuró en su oído, su voz era como terciopelo negro—, todo debe hacerse con cuidado, con paciencia… y con obediencia 

Amelia cerró los ojos, sintiendo cómo su respiración se aceleraba, cómo su cuerpo reaccionaba a esa proximidad, sabía que esto era solo el comienzo, que Hugo no se detendría hasta tenerla completamente bajo su control, y lo más aterrador era que, en algún lugar oculto de su mente, ella lo deseaba tanto como él 

La cena transcurrió en un silencio cargado, Hugo no dejaba de mirarla, sus ojos oscuros brillaban con algo que Amelia no podía descifrar, pero que la hacía sentir vulnerable, expuesta, cuando terminaron, él se levantó y se acercó a ella, su mano grande se posó en su hombro, los dedos apretando levemente 

—Limpia esto —ordenó—, y luego ve a tu habitación, tenemos mucho por hacer mañana 

Amelia asintió, sintiendo cómo ese simple contacto le erizaba la piel, sabía que los próximos dos meses serían una prueba, una tortura deliciosa y aterradora, Hugo no era un hombre cualquiera, era un sádico, y ella, sin saberlo aún, estaba a punto de convertirse en su juguete favorito. 

El sonido de los nudillos golpeando con fuerza la puerta de su habitación despertó a Amelia de un sueño profundo, el reloj marcaba las siete de la mañana y la luz del amanecer apenas se filtraba entre las cortinas, su cuerpo, acostumbrado a dormir hasta tarde los fines de semana, se resistía a moverse, los párpados le pesaban como plomos 

—¡Amelia! ¡Levántate! —la voz de Hugo retumbó desde el otro lado, autoritaria, sin espacio para negociaciones 

Ella gruñó, enterrando el rostro en la almohada 

—No… déjame dormir… —murmuró, arrastrando las palabras con sueño 

La puerta se abrió de golpe y Hugo entró con paso firme, vestido con unos jeans ajustados y una camisa negra que resaltaba sus brazos musculosos, su mirada fría se clavó en ella, en cómo su cuerpo se curvaba bajo las sábanas, la forma en que su cabello castaño se desparramaba sobre la almohada 

—No me hagas repetirlo —dijo, acercándose y arrancando las cobijas de un tirón—, tienes cinco minutos para estar lista y preparar el desayuno 

Amelia se encogió al sentir el aire frío sobre su piel, llevaba solo una camiseta corta y unas bragas blancas de encaje, sintió cómo la mirada de Hugo recorría sus piernas largas, la curva de sus caderas, el escote que se marcaba bajo la tela fina, una mezcla de vergüenza y excitación le recorrió el cuerpo 

—¡No soy tu criada! —protestó, cubriéndose instintivamente con los brazos 

Hugo sonrió, un gesto lento y peligroso 

—No, no lo eres —respondió, inclinándose hasta que su aliento caliente rozó su oreja—, pero mientras tu madre no esté, harás lo que yo diga 

Amelia tragó saliva, sus pupilas se dilataron levemente ante la amenaza velada en sus palabras, sin decir nada más, se levantó de la cama y buscó a tientas unos pantalones, sintiendo cómo los ojos de Hugo la seguían, como si ya estuviera desnuda ante él 

La cocina olía a café recién hecho y huevos revueltos, aunque estos últimos estaban un poco quemados, Amelia movía el sartén con torpeza, frustrada por no poder hacerlo bien, por no entender por qué Hugo insistía en someterla a esto 

—Esto está horrible —dijo él, probando un bocado y arrugando la nariz—, ¿en serio no sabes cocinar ni lo más básico? 

Amelia apretó los puños, sintiendo cómo el calor de la humillación le subía por el cuello 

—Ya te dije que no —respondió entre dientes 

Hugo dejó el tenedor y se limpió los labios con lentitud deliberada 

—Pues es una de las muchas cosas que tendrás que aprender —murmuró—, después del desayuno saldremos, hay cosas que necesito comprar 

Ella lo miró con curiosidad 

—¿Qué cosas? 

Él no respondió, solo terminó su café con calma, dejando que la pregunta quedara flotando en el aire como una amenaza 

El centro comercial estaba lleno de gente, parejas paseando, familias comprando, niños corriendo entre las piernas de los adultos, Amelia caminaba un paso detrás de Hugo, sintiendo cómo su presencia imponente hacía que la gente se apartara inconscientemente, él llevaba las manos en los bolsillos, su espalda ancha bloqueando parte de su vista 

—¿Adónde vamos? —preguntó Amelia, tratando de sonar indiferente 

Hugo se detuvo frente a una tienda de artículos de cuero, maniquíes con cinturones, esposas y otros objetos que hicieron que Amelia arrugara la frente 

—Entra —ordenó sin mirarla 

Ella lo siguió, sintiendo cómo el aire dentro de la tienda era más pesado, como si respirara sumisión, Hugo examinó varios artículos con calma antes de detenerse frente a una vitrina donde exhibían fustas de diferentes tamaños 

—Esta —dijo señalando una de cuero negro, delgada pero resistente 

El vendedor, un hombre mayor con bigote gris, la sacó y se la entregó con una sonrisa cómplice 

—Excelente elección, señor, muy buena para entrenar —dijo con un guiño 

Amelia sintió un escalofrío, su corazón latió más rápido 

—¿Para qué… quieres eso? —preguntó, tratando de mantener la voz estable 

Hugo probó la flexibilidad de la fusta doblando ligeramente, el sonido del cuero al tensarse hizo que Amelia se estremeciera 

—Para enseñarte disciplina —respondió simplemente—, vamos, aún falta una cosa 

Ella lo siguió en silencio, las manos sudorosas, preguntándose qué más podría comprar, la siguiente parada fue una tienda de mascotas, Hugo caminó directamente hacia la sección de collares, pasando por encima de los de perros pequeños hasta detenerse frente a uno rojo, ancho, con una argolla metálica en el frente 

—Este —le dijo al empleado 

Amelia lo miró con incredulidad 

—¿Ahora tenemos perro? —preguntó con sarcasmo 

Hugo tomó el collar y lo examinó, pasando los dedos por el material resistente 

—No —respondió—, pero tú lo usarás 

Ella palideció, mirando alrededor como si esperara que alguien la salvara, pero nadie parecía notar la tensión entre ellos, el empleado cobró con normalidad y Hugo guardó el collar en su bolsillo 

—No pienso ponerme eso —susurró Amelia, sintiendo cómo la rabia y la vergüenza se mezclaban en su pecho 

Hugo se inclinó, sus labios rozaron su oreja mientras hablaba, su voz era un susurro cargado de peligro 

—Oh, sí lo harás —prometió—, y si te resistes, las consecuencias serán peores 

De vuelta en la casa, Amelia se quedó parada en el centro de la sala, sintiendo cómo la atmósfera se volvía más densa, más opresiva, Hugo cerró la puerta con llave y se sacó el collar del bolsillo, sosteniéndolo frente a ella 

—Póntelo —ordenó 

Ella apretó los puños, el miedo y la rebeldía luchando dentro de ella 

—¡No! ¡Estás loco! ¡No soy tu perra! 

Hugo no se inmutó, su expresión seguía siendo calmada, pero sus ojos ardían con algo oscuro 

—Insultarme fue tu primer error —dijo—, desobedecerme, el segundo 

Antes de que Amelia pudiera reaccionar, Hugo la agarró del brazo con fuerza, girándola y sentándose en una silla cercana, en un movimiento rápido la puso boca abajo sobre sus piernas, su torso colgando de un lado, sus piernas del otro, la sorpresa la paralizó por un segundo, pero cuando sintió la primera nalgada, un golpe seco y doloroso, gritó 

—¡Hugo! ¡Basta! 

Él ignoró sus protestas, su mano grande se alzó y cayó una y otra vez, cada golpe resonando en la habitación, el dolor era agudo, pero había algo más, una sensación de calor que se extendía por su piel, una humillación que la excitaba a pesar de sí misma 

—Esto es por tu bien —murmuró Hugo entre cada golpe—, necesitas aprender tu lugar 

Amelia forcejeó, pero su fuerza no era rival para la de él, sus gritos se mezclaban con sollozos, hasta que, en un movimiento rápido, Hugo bajó sus pantalones, dejando al descubierto sus bragas blancas de encaje, ahora pegadas a su piel sudorosa, sus nalgas enrojecidas por los golpes 

—¡No! —gritó Amelia, sintiendo cómo la vergüenza la inundaba 

Hugo no se detuvo, ahora las nalgadas eran más fuertes, el sonido del impacto más crudo, el dolor se mezclaba con un placer perverso, cada golpe la hacía sentir más viva, más suya, sus lágrimas caían sobre el piso, pero entre los sollozos, un gemido escapó de sus labios 

—Así es —susurró Hugo, notando su reacción—, incluso ahora tu cuerpo me traiciona 

Amelia cerró los ojos, sintiendo cómo el ardor se convertía en algo más, cómo sus músculos se tensaban no solo por el dolor, sino por la excitación que crecía dentro de ella, Hugo lo sabía, lo sentía, y eso solo lo hacía continuar con más fuerza, marcándola como suya, una lección que ella nunca olvidaría. 

 

Continuara...  

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