El micro avanzaba cansino por la ruta, sorteando las suaves lomadas que comenzaban a teñir el horizonte de un verde intenso y agreste. Oriana apoyaba la frente contra el vidrio ligeramente vibrante, dejando que el paisaje hipnotizara sus sentidos. Para ella, una chica de capital acostumbrada al gris perpetuo del cemento, al ruido de bocinas y al ritmo frenético de Buenos Aires, aquello era otro planeta. Los cerros, redondeados y antiguos como lomos de animales gigantes dormidos, se sucedían unos tras otros, vestidos con una capa de vegetación que el sol de la tarde bañaba en tonos dorados y ocres. El aire que se filtraba por la mínima rendija de la ventanilla olía a tierra húmeda, a pasto caliente, a un silencio vasto y profundo que le resultaba tan exótico como intimidante.
"Qué lejos está todo de mi mundo", pensó, y una mezcla de ansiedad y excitación le recorrió el estómago. Llevaba puestos unos jeans ajustados que destacaban la larga línea de sus piernas y una camiseta de algodón claro que se ceñía a su torso delgado. A sus veintiún años, Oriana poseía la belleza segura de la juventud en su plenitud. Su cabello, largo y suelto, caía en ondas sedosas sobre sus hombros, con un tono dorado que parecía absorber la luz cordobesa. Su rostro, de facciones delicadas y pómulos suaves, estaba enmarcado por esos mechones dorados. Pero lo más llamativo eran sus ojos, de un verde claro y luminoso, como dos piezas de cristal de mar que observaban todo con una curiosidad fresca y energética. Su cuerpo, esbelto y atlético, era el resultado de horas en el gimnasio y de la genética afortunada; una silueta armoniosa donde cada curva estaba definida con la elegancia de quien aún no ha perdido la gracia aniñada pero ha ganado la confianza de la mujer.
El colectivo frenó con un bufido de aire comprimido en un cruce polvoriento donde solo había una tranquera y un cartel de gaseosa despintado. Era la parada indicada. Oriana bajó su mochila y una valija mediana, y el vehículo se alejó dejándola sumida en un silencio abrumador. El aire era caliente y pesado, cargado con el zumbido de los insectos y el aroma lejano del ganado. Miró a su alrededor, sintiéndose diminuta bajo la inmensidad del cielo celeste.
Entonces, el rugido de un motor se acercó, rompiendo el hechizo de quietud. Una camioneta pickup vieja pero imponente, cubierta de una pátina de polvo, se detuvo frente a ella. La puerta se abrió y de ella descendió una visión que le resultó a la vez familiar y completamente nueva.
—¡Ori! ¡Acá, acá! —gritó una voz alegre y fuerte.
Era Noelia. Su prima. La niña con la que había jugado en veranos lejanísimos se había transformado en una mujer de una belleza casi chocante. Su piel era de una blancura nívea, luminosa, como porcelana, que contrastaba de un modo casi violento con su cabello negro azabache, lacio y largo, que caía como una cascada de tinta sobre sus hombros. Sus ojos, grandes y expresivos, eran del color de la miel oscura. Vestía unos shorts cortos de jean y una top sin mangas que dejaban ver sus brazos esbeltos y bronceados. Sonreía con una franqueza que desarmó de inmediato los nervios de Oriana.
—Noe… ¡Dios mío, pero mirate! —exclamó Oriana, soltando la valija para abrir los brazos.
—¡Vos sí que estás imposible! Parecés una modelo de esas que salen en la tele —respondió Noelia, cerrándola en un abrazo fuerte que olía a jabón de limón y a sol. —¿Cómo fue el viaje? ¿Te mataron el aburrimiento?
—No, para nada. El paisaje es tan distinto… me quedé mirando todo el tiempo. Esto es… increíble.
—Bueno, esperá a que veas el campo. Papá y Benja están terminando de trabajar, ya llegan. Mamá te está esperando con unas torta fritas recién hechas. Subí, que te llevo.
Oriana subió a la camioneta, colocando la valija en el asiento trasero. El interior olía a cigarrillo, a perro mojado y a tierra, una mezcla rústica que le resultó extrañamente acogedora. Noelia arrancó y la camioneta se internó por un camino de tierra, levantando una nube rojiza a su paso.
—¿Hace cuánto que no venís? ¿Diez años? —preguntó Noelia, cambiando de marcha con una mano mientras con la otra buscaba un cassette para poner música—. Mustang ’65, ¿te acordás? Nos volvíamos locas escuchando a Los Palmeras.
—¡Por favor, no me hagas acordar! —se rió Oriana, sintiendo cómo la tensión se disolvía—. Pero sí, una bocha de tiempo. Vos estabas en eso del rodeo, ¿no? ¿Seguís con eso?
—Algo. Ahora más Benja, que le encanta. Yo ayudo con las yeguas, pero me dedico más a la casa con mamá. La verdad es que acá… bueno, se vive diferente. No hay tanto apuro. Se hace lo que hay que hacer y se disfruta —dijo Noelia, lanzándole una mirada rápida y cargada de una complicidad que Oriana no terminó de entender—. Vas a ver. Te va a gustar. Te va a cambiar la perspectiva de… muchas cosas.
Oriana asintió, mirando por la ventanilla. Los campos se extendían verdes e infinitos, salpicados de vacas que alzaban la cabeza perezosamente al paso del vehículo. Más allá, se adivinaba el brillo de un río serpenteando entre los árboles.
"Suena como una promesa", pensó, "o como una advertencia". Pero la sonrisa de Noelia era tan cálida, tan genuina, que descartó cualquier sombra de duda. Se dejó llevar por la emoción del reencuentro y la novedad del lugar, sin sospechar ni por un instante que, en aquel campo, bajo aquel cielo infinito y entre aquellas personas que eran su sangre, su cuerpo y su alma estaban a punto de despertar de un letargo del que no conocía, experimentando sensaciones y deseos que jamás, en su vida urbana y ordenada, había siquiera imaginado. Noelia, al volante, sonreía hacia el camino polvoriento. Sonreía por el reencuentro, sí, pero también por el secreto que ese lugar guardaba, por la transformación que sabía que esperaba a su prima de la ciudad. Una transformación que involucraría los susurros del viento en los cerros, el agua fría del río, y las miradas cargadas de una intención primal que emanarían de su propio padre, Roque, y de su hermano, Benjamín. Oriana, inocente y curiosa, solo veía el paisaje. Aún no sospechaba nada.
La camioneta se detuvo finalmente frente a una casa larga y baja, de paredes blanqueadas a la cal y techo de tejas rojas musgosas. Un corredor amplio, con macetas de alegrías y geranios, recorría toda la fachada, ofreciendo una promesa de frescura. El motor enmudeció y, en el silencio súbito, el canto de los pájaros y el rumor lejano del viento en los eucaliptos se apoderaron del ambiente. La puerta de la casa se abrió antes de que ellas bajaran, y en el marco apareció una figura redonda y cálida que iluminó el atardecer con su sola presencia.
—¡Ay, mi niña bendita! ¡Pero mirá qué mujercita que sos! —exclamó la mujer, secándose las manos en un delantal floreado que se tensaba sobre su abdomen y sus pechos, generosos y maternales. Era María, la mujer de su tío Roque y hermana de sangre de la madre de Oriana. Su rostro, adornado con unas pequeñas arrugas que se marcaban más cuando sonreía, era un mapa de bondad. Sus brazos, rollizos y fuertes, se abrieron en un gesto de invitación absoluta.
Oriana se sintió envuelta en un abrazo que era puro aroma a harina, a canela y a hogar. Era un olor que le trajo un remolino de recuerdos de su infancia, de esas visitas fugaces que ahora parecían de otra vida.
—Hola, tía María —murmuró contra su hombro, sintiendo una emoción inesperada que le hizo picar los ojos—. Qué lindo verte.
—¡Y a mí, mi amor, a mí! Tu mamá me tiene al tanto de todo, pero ver las fotos no es lo mismo que tenerte acá, cerquita —dijo María, separándose para tomarle el rostro entre sus manos, unas manos cálidas y un poco ásperas de tanto amasar y lavar—. ¡Y qué linda que estás, por Dios! Parecés una actriz de cine. ¿No, Noe?
—Te lo dije, mamá —asintió Noelia, descargando la valija de Oriana—. Una bomba la prima.
—Bueno, dejemos a la bomba que se instale, que debe estar cansada del viaje. Y vos, Noelia, no digas esas cosas —rio María, sin el menor asomo de reproche—. Vení, Ori, te preparé el cuarto con Noelia. Es grande, van a estar cómodas. Después cenamos temprano, que los hombres deben estar por llegar y con un hambre de lobos.
Siguiendo a su prima, Oriana entró en la casa. El interior era fresco y oscuro, con pisos de baldosa colorada y muebles de madera pesada. Olía a limpio, a pino y a ese mismo aroma a comida casera que emanaba de su tía. Atravesaron un living con un sillón enorme de cuero y una mesa de arrime llena de fotos enmarcadas, hasta llegar a un pasillo que daba a las habitaciones. La de Noelia era la última. Era un espacio amplio, con dos ventanas que daban a los cerros, ahora teñidos de naranja y violeta por el crepúsculo. Había dos camas individuales, un ropero alto y, en una esquina, una montaña de ropa limpia pero sin doblar sobre una silla.
—Bienvenida a mi palacio —dijo Noelia con una sonrisa pícara, arrojando su gorra de baseball sobre la cama de la izquierda.
Sin más preámbulos, y con una naturalidad que a Oriana le pareció de otro planeta, Noelia se agarró de la hembra de su top y se lo sacó por encima de la cabeza, quedándose en un sostén de algodón blanco, simple y funcional. Luego, desabrochó su short y lo dejó caer al suelo, de pie solo en sus bragas, que eran una versión igual de sencilla de su sostén. Su cuerpo era una maravilla de contrastes: la piel de una blancura casi translúcida, como la porcelana más fina, y las formas esculpidas por el trabajo rudo del campo —muslos firmes, abdomen plano, brazos tonificados—. No había ni un ápice de pudor en sus movimientos; era como si su cuerpo fuera una herramienta más, familiar y funcional, sin carga de exhibicionismo ni de vergüenza.
—Uf, qué calorón. Acá adentro siempre se guarda un poco —comentó, pasándose una mano por el vientre sudoroso—. ¿Vos no te querés sacar eso, Ori? Andá a la mochila, ponete algo liviano, no seas tímida. Acá no hay que andar con tantos remilgos.
Oriana, que se había quedado paralizada junto a la puerta, sintió que un calor completamente distinto le subía por el cuello hasta las mejillas. En su departamento en Capital, incluso con sus amigas más cercanas, el acto de desvestirse tenía un ritual, una privacidad tácita. Hacerlo así, a la vista de todos, aunque fuera solo de su prima, le resultaba chocante.
—No, no… estoy bien así —logró balbucear, ajustándose inconscientemente la camiseta—. Tal vez después, cuando saque las cosas.
Noelia se encogió de hombros, con una sonrisa que no juzgaba, solo constataba una diferencia.
—Como quieras. El baño está al fondo del pasillo si te querés lavar la cara.
En ese preciso instante, la puerta de la habitación, que Noelia no había cerrado del todo, se abrió de par en par. La figura que llenó el marco hizo que Oriana diera un pequeño respingo. Era un hombre alto, ancho de espaldas, con la piel curtida por décadas bajo el sol cordobés. Llevaba un overol de mezclilla manchado de barro y grasa, y una camisa a cuadros debajo, con las mangas enrolladas hasta los codos, dejando ver unos antebrazos poderosos, surcados de venas. Su rostro, bajo la sombra de una gorra de trabajo, era recio, con una mandíbula cuadrada y unos ojos pequeños, de un color grisáceo como el pedernal, que parecían ver todo de un solo vistazo. Era Roque, el hermano de su madre.
—Ahí está la ciudadana —dijo su voz, un bajo profundo que parecía vibrar en el suelo—. La que se vino a oxigenar con los bárbaros del campo.
—Hola, tío Roque —saludó Oriana, forzando una sonrisa.
—Vení, vení, dejá que te vea —insistió él, abriendo los brazos.
Oriana se acercó, sintiéndose de pronto pequeña y frágil. El abrazo de Roque fue un encierro de músculo y hueso. La levantó del suelo con una facilidad pasmosa, y en ese movimiento, sus grandes manos, ásperas como lija, se posaron con firmeza en su espalda baja, y una de ellas, la derecha, se deslizó con un movimiento que pretendía ser casual hasta posarse, con una presión deliberada, en una de sus nalgas, apretándola con disimulo antes de soltarla. Fue rápido, tan rápido que podría haber sido un accidente, un ajuste torpe del equilibrio. Pero la sensación, la presión firme y posesiva de aquella mano, quedó grabada en su piel como un sello.
—Pero qué cosa linda que creciste, hija —murmuró Roque muy cerca de su oído, su aliento oliendo a tabaco negro y a mate amargo—. Tu vieja nos tenía escondido un tesoro.
Oriana se separó de un paso, aturdida, el rostro encendido. "Fue sin querer", se dijo a sí misma, forcejeando por encontrar una explicación racional. "Es grande, torpe, no midió su fuerza".
—Gracias, tío —musitó, bajando la mirada.
Luego, Roque se volvió hacia su hija. Noelia seguía de pie, casi desnuda en medio de la habitación, con los brazos cruzados y una sonrisa tranquila.
—Y vos, flaca, ¿ayudando a tu prima a instalarse?
—Claro, papá. Haciendo de anfitriona.
Roque se acercó a ella y, en un gesto que heló la sangre de Oriana, le dio una palmada cariñosa en la nalga, la misma que él había tocado a ella, pero esta vez sin el menor disimulo. Fue un gesto rápido, seco, un contacto que resonó en la habitación silenciosa.
—Eso está bien —dijo—. Bueno, voy a lavarme que tu vieja debe tener la comida pronta. Nos vemos en la mesa, nenas.
Y salió, dejando tras de sí un silencio cargado. Oriana se quedó mirando a Noelia, esperando una reacción, un gesto de incomodidad, de protesta. Pero Noelia solo estiró los brazos por encima de la cabeza, con una naturalidad desconcertante, como si lo que acababa de pasar fuera lo más normal del mundo.
"Me lo habré imaginado, es su hija", pensó Oriana, confundida. "En el campo serán más… físicos, más directos. Seguro es eso".
La cena transcurrió en la cocina grande, alrededor de una mesa de madera maciza. María sirvió una pila de milanesas altas como un cerro, con una ensalada de lechuga y tomate de la quinta. El cuarto integrante de la familia, Benjamín, había llegado poco antes. Era un muchacho de dieciocho años, una versión juvenil y más salvaje de su padre. Tenía el mismo pelo castaño oscuro, revuelto, y los mismos ojos grises, pero en su caso había una intensidad contenida, una quietud de felino que observaba todo, especialmente a Oriana, con una curiosidad insondable. Saludó con un gruñido y una sonrisa tímida, pero durante toda la cena, Oriana sintió el calor de su mirada sobre ella, como un haz de luz tangible que recorría su cuello, sus hombros, la curva de sus labios.
La conversación fue amena, preguntas sobre la vida en Buenos Aires, anécdotas del campo. Roque bromeaba y contaba historias, su mano, grande y callosa, a menudo buscaba el hombro de María o le acariciaba la espalda con una familiaridad que a Oriana le pareció, por contraste, aún más confusa. "Es cariñoso con su familia", se repetía, "es su forma de ser". Pero el recuerdo de su mano en su trasero, y luego en el de su propia hija, seguía allí, latente, creando una picazón en el fondo de su mente.
Después de cenar, María les prohibió ayudar con la limpieza y las mandó a descansar. Benjamín desapareció en su habitación y Roque se instaló en el sillón del living con un diario. Oriana y Noelia volvieron a su cuarto. La noche había caído por completo, y a través de las ventanas abiertas entraba el concierto de los grillos y un aire fresco que olía a jazmines silvestres. Ambas se prepararon para dormir en silencio. Oriana, con un pudor que ahora le parecía exagerado, se puso un piyama de algodón con estampado de florecitas, mientras Noelia, una vez más, se desvistió y se metió bajo las sábanas solo en su ropa interior.
Oriana apagó la lámpara de su mesita de luz, sumiendo la habitación en una penumbra azulada. Estaba segura de que no podría conciliar el sueño, con la cabeza dando vueltas sobre las sensaciones extrañas, los gestos ambiguos, la mirada persistente de Benjamín.
Entonces, en la oscuridad, la voz de Noelia surgió, clara y serena.
—¿Ori? ¿Estás despierta?
—Sí —respondió Oriana, volviéndose hacia el otro lado de la habitación, donde solo podía distinguir la forma blanca de su prima.
—¿Querés ver algo interesante?
La pregunta flotó en el aire, cargada de una misteriosa promesa. No era una invitación a ver una foto en el teléfono o un video gracioso. Había un tono en la voz de Noelia, una seriedad velada, que transformó la pregunta en un umbral.
Oriana sintió un vuelco en el estómago, una mezcla de aprensión y de una curiosidad profunda, casi instintiva. Algo le decía que aquello era importante, que lo que estaba a punto de presenciar tenía el poder de alterar la realidad tal como la conocía.
—¿Ver qué? —preguntó, su voz apenas un susurro.
—Algo que te va a gustar —fue la respuesta evasiva, pero convincente—. Algo que solo se puede ver acá, en la noche. ¿Venís?
Oriana contuvo la respiración. Cada fibra de su ser, educada en la cautela urbana, le gritaba que dijera que no, que era tarde, que era extraño. Pero otra parte, más profunda y dormida, la parte que había sentido la mano de su tío y la mirada de su primo, la parte que había visto la naturalidad con la que Noelia habitaba su cuerpo, esa parte quería, necesitaba, saber.
—Sí —dijo finalmente, y la palabra sonó como un pacto en la oscuridad—. Sí, vamos.
Sin saberlo, acababa de aceptar cruzar un límite. Lo que estaba a punto de ver desde la seguridad de la oscuridad, espiando a través de una ventana hacia el interior del galpón de herramientas iluminado por una tenue lámpara de kerosene, le cambiaría para siempre la perspectiva no solo de la vida en el campo, sino del deseo, la familia y los límites mismos que separan lo permitido de lo prohibido.
Bajo la tenue luz de la luna que se filtraba por la ventana del pasillo, las dos primas se deslizaron como sombras. El corazón de Oriana latía con tanta fuerza que temía que el ruido delatara su presencia. Noelia, en cambio, se movía con una seguridad felina, su mano tomando la de Oriana con una firmeza que no admitía dudas. Ambas solo llevaban puesta su ropa interior, y en esa semioscuridad, esas prendas mínimas se convertían en la única barrera, delgada y frágil, entre sus cuerpos y la electricidad cargada del aire. La de Oriana era un conjunto de encaje color marfil, compuesto por un sostén con aro que realzaba la redondez de sus pechos pequeños pero firmes, y una braguita tipo brazil que se ceñía a sus caderas esbeltas, marcando la curva suave de su trasero atlético. La tela, suave y delicada, contrastaba con la rudeza del entorno y con la palpable tensión que la recorría. La de Noelia era mucho más sencilla, funcional: un top deportivo negro que aplanaba sus pechos y unas bragas de algodón amplias, sin pretensiones, que hablaban de una comodidad y una naturalidad con su cuerpo que a Oriana le resultaban inalcanzables en ese momento.
Avanzaron descalzas sobre las baldosas frescas, el silencio roto solo por el lejano coro de los grillos y el susurro de su propia respiración. Al final del pasillo, la puerta del cuarto de Benjamín estaba entreabierta, y de la rendira se escapaba un delgado haz de luz amarillenta, probablemente de una vela o una lámpara de kerosene, que cortaba la penumbra como un cuchillo. Un sonido bajo y rítmico, un quejido sordo y húmedo, comenzó a llegar a sus oídos, mezclado con jadeos y susurros roncos.
Noelia se detuvo justo al borde de ese rectángulo de luz, tirando suavemente de la mano de Oriana para colocarla frente a la rendija. Su expresión era serena, expectante, como quien va a presenciar un espectáculo familiar. Oriana, con un nudo en la garganta, inclinó la cabeza y pegó el ojo a la abertura.
Lo que vio le arrancó el aliento y se lo sustituyó por una bocanada de aire denso y caliente que le quemó los pulmones. Su mente, educada en los códigos urbanos de la privacidad y la moral convencional, se negó a procesar la escena durante un instante eterno. Era como mirar un cuadro de un viejo maestro, pero uno pintado con los pigmentos crudos del instinto más primal.
Allí, en el centro de la habitación iluminada por la luz danzante de una lámpara de kerosene, estaba su tía María. Pero no era la mujer gordita y tierna del delantal floreado. Esta María estaba desnuda, su piel pálida y rolliza brillaba con una capa de sudor. Su rostro, vuelto hacia el techo, tenía los ojos cerrados y la boca entreabierta, de donde escapaban unos jadeos profundos, cargados de un placer que parecía a punto de desbordarla. Detrás de ella, también desnudo, su tío Roque la sostenía fuertemente por las caderas, su cuerpo poderoso y curtido pegado al de ella. Su boca recorría el cuello y los hombros de María, mordisqueando y besando la carne con una mezcla de posesión y devoción. Sus manos, aquellas manos enormes que horas antes habían posado con disimulo en el trasero de Oriana, ahora se movían sin ningún tipo de recato sobre el cuerpo de su mujer, acariciando, pellizcando, afirmando su dominio sobre cada centímetro de piel.
Pero lo que hizo que a Oriana se le helara la sangre y, al mismo tiempo, le generara un calor repentino y vergonzoso en el vientre, fue la tercera figura en la escena. Arrodillado frente a su madre, con su rostro juvenil y salvaje enterrado entre sus pechos, estaba Benjamín. Con una mano, masajeaba y apretaba una de las tetas grandes y pesadas de María, mientras con la boca chupaba y lamía el pezón de la otra con una avidez que era a la vez infantil y profundamente sexual. Su otra mano, la que Oriana había visto manejar el cuchillo en la cena con destreza, había desaparecido entre los muslos abiertos de su madre, y el movimiento rítmico de su antebrazo dejaba pocas dudas sobre lo que estaba haciendo allí.
—¡Sí, así, mi amor! ¡Más duro! —gimió María, y su voz, siempre tan dulce y maternal, ahora era un quejido ronco y lascivo—. Los dos… ¡Dios mío, los dos a la vez!
Oriana estaba paralizada, hipnotizada. No podía apartar la mirada. Era una violación a todo lo que conocía, un espectáculo de una intimidad tan feroz y compartida que le resultaba monstruosa y, de un modo que no se atrevía a admitir, fascinante. "Es su hijo", pensó, horrorizada, pero el pensamiento se ahogó en la marea de sensaciones que la embargaban. Vio cómo Benjamín se incorporaba, su cuerpo joven y tenso, y con un movimiento brusco pero que María recibió con un grito ahogado de placer, la puso a gatas sobre la cama deshecha.
—Dale, Benja, dale a tu madre —gruñó Roque desde atrás, observando con ojos brillantes mientras su hijo, con una embestida brutal, penetraba a María desde atrás.
El sonido húmedo y sordo se intensificó, mezclado con los jadeos cada vez más desesperados de la mujer. Roque no era un mero espectador. Se colocó de rodillas frente al rostro de María, quien, con los ojos vidriosos de placer, abrió la boca para recibir el miembro erecto y grueso de su marido, chupándolo con una hambre que a Oriana le pareció devota.
Fue en ese preciso instante, mientras su hermano penetraba a su madre con embestidas que hacían crujir la cama, que Oriana, en un acto reflejo, volvió la cabeza hacia Noelia. Esperaba encontrar en su prima el mismo horror, la misma confusión que ella sentía. Pero Noelia no miraba la escena con repulsión. Su rostro estaba sereno, y su mano, que aún sostenía la de Oriana, se había movido. En la penumbra, Oriana vio cómo la mano de Noelia se deslizaba dentro del elástico de sus bragas de algodón, y el leve movimiento rítmico de su muñeca delataba lo que estaba haciendo. Se estaba tocando, mirando a su padre y a su hermano poseer a su madre, y lo hacía con una naturalidad que a Oriana le partió la realidad en dos.
La escena en la habitación continuó, un ballet de cuerpos sudorosos que cambiaban de posiciones con una sincronización que hablaba de una práctica habitual. Roque tomaba su turno para penetrar a su mujer mientras Benjamín la besaba con lujuria, pasándose la lengua y mordiéndose los labios con una ferocidad que no era de rivales, sino de cómplices en un placer compartido. Las manos de ambos recorrían, acariciaban y poseían el cuerpo de María, que parecía el epicentro de una tormenta de deseo, recibiendo y gozando de la atención de los dos hombres de su vida. Finalmente, tras una serie de jadeos y gruñidos cada vez más intensos, ambos hombres se derrumbaron sobre ella, vaciándose en un gemido conjunto que sonó a la vez animal y profundamente íntimo.
El silencio que siguió, solo roto por la respiración jadeante y satisfecha de los tres, fue tan cargado como el de los actos mismos. Oriana se sintió mareada, como si hubiera estado conteniendo la respiración durante minutos. Su cuerpo estaba tenso, cada músculo alerta, y una confusión brutal nublaba su pensamiento. La imagen de su tía, esa mujer maternal y dulce, retorciéndose de placer bajo los cuerpos de su marido y su hijo, estaba grabada a fuego en su retina.
Fue entonces cuando Noelia, retirando su mano de su entrepierna con la misma naturalidad con la que se había metido, apretó suavemente la mano de Oriana.
—Vamos —susurró, su voz era un hilo de serenidad en el caos de la mente de su prima—. Volvamos a nuestro cuarto.
Oriana, incapaz de articular palabra, de protestar o de preguntar, simplemente asintió con la cabeza, sintiéndose como un autómata. Dejó que Noelia la guiara de vuelta por el pasillo oscuro, alejándose de aquella puerta entreabierta y de los sonidos de respiración acompasada que ahora llenaban la habitación. Su mundo, sus certezas, todo lo que creía saber sobre la familia, el deseo y los límites, se había hecho añicos en el lapso de unos pocos minutos, y ahora caminaba entre los escombros, guiada por la mano de la prima que, al parecer, conocía este territorio prohibido como la palma de su propia mano.
Continuara...

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