El Pecado del Ascenso - Final.

 


Durante dos semanas enteras, Paulita había seguido el ritual matutino sin protestar. Cada mañana, antes de que el resto de la oficina llegara, cruzaba el umbral de la puerta de Morales y se arrodillaba sin que él tuviera que decir una palabra. Ya no necesitaba órdenes. Sabía exactamente lo que se esperaba de ella. 


Las primeras veces, el acto había sido mecánico, casi clínico. Pero con los días, Paulita había comenzado a perfeccionar su técnica, aprendiendo qué movimientos hacían que los dedos de Morales se enredaran más fuerte en su cabello, qué gemidos ahogados lo excitaban lo suficiente como para empujar su cabeza más abajo, hasta el punto de hacerla lagrimear. A veces, él jugaba con sus pezones a través de la blusa, pellizcándolos con precisión cruel hasta que ella arqueaba la espalda, pero nunca la dejaba detenerse. 


Un día, mientras ella se inclinaba sobre su regazo, Morales le había deslizado una mano bajo la falda y, al notar las bragas de encaje, las había arrancado con un tirón seco. 


—Hoy andarás así —le había dicho, guardando la prenda en el bolsillo de su saco como un trofeo—. Para cuando quiera recordarte tu lugar. 


Paulita había tragado saliva, sintiendo el aire frío del aire acondicionado rozando su piel desnuda bajo la falda. Sabía que era otro de sus juegos, otra forma de recordarle que, aunque ella creyera tener el control, él siempre estaría un paso adelante. 


Morales no desperdiciaba oportunidad. En el pasillo, un pellizco discreto en el trasero; en la sala de copias, un beso húmedo en el cuello que dejaba su marca en forma de moretón; en el almuerzo, un pie que se deslizaba entre sus piernas bajo la mesa. Paulita ya no se sobresaltaba. Aprendió a sonreír, a morderse el labio inferior en señal de complicidad, a responder con un susurro provocador cuando nadie los escuchaba. 


Pero no era la única. 


Aunque Morales disfrutaba de Paulita como un niño con un juguete nuevo, no había dejado de atender a las demás. Las nuevas empleadas seguían entrando y saliendo de su oficina, algunas con los labios hinchados, otras con las faldas arrugadas. Paulita las observaba con una mezcla de desprecio y competitividad. 


"Estúpidas. Creen que por chupársela una vez ya ganaron algo."


El viernes por la tarde, Morales reunió a Paulita y a otras nueve mujeres en la sala de conferencias. Todas jóvenes, todas hermosas, todas con esa mirada ambiciosa que él parecía encontrar irresistible. 


—Esta noche hay una cena de ejecutivos —anunció, recorriéndolas con una mirada que hacía que Paulita sintiera cómo sus medias de red le rozaban los muslos—. Me pidieron que invite a diez chicas ambiciosas, con ganas de ascender. Por eso están aquí. 


Paulita no necesitó más explicaciones. Sabía exactamente qué tipo de "cena" sería. 


—Vístanse elegantes —continuó Morales, con una sonrisa que no dejaba lugar a dudas—. Y disfruten de la buena bebida. 


Las demás asintieron, algunas con entusiasmo, otras con nerviosismo. Paulita mantuvo la cara impasible, pero por dentro, una vocecita fría y calculadora ya estaba trazando su estrategia. 


"Esta es mi oportunidad. Estas putitas no me van a ganar."


Paulita llegó a la fiesta vestida para la guerra. 


Un vestido negro de satén, tan ajustado que parecía pintado sobre su cuerpo, con un escote que dejaba justo suficiente al imaginación como para volver loco a cualquier hombre. Las mangas largas y transparencias añadían un toque de elegancia perversa, y los tacones de aguja, negros como la medianoche, hacían que sus piernas parecieran interminables. 


Pero lo más provocador eran los detalles que solo alguien muy cercano notaría: la falta de ropa interior, como Morales había ordenado; el perfume cargado a vainilla y almizcle, diseñado para engancharse en la memoria; el delineado de ojos ahumado que hacía que su mirada fuera imposible de ignorar. 


Apenas cruzó la puerta del salón de eventos —un lugar elegante, con luces tenues y mesas llenas de botellas de vino caro—, sintió una mano golpear su trasero con fuerza. 


—¡Esa es actitud! —rugió una voz masculina detrás de ella. 


Paulita no se inmutó. Giró lentamente, encontrándose con un hombre de unos cuarenta años, traje caro pero mal ajustado, sonrisa ebria de poder y alcohol. 


—Gracias —respondió, con una sonrisa que no llegaba a los ojos. 


"Seguramente es un socio importante", pensó, aunque en realidad era solo un administrativo de Recursos Humanos con algo de influencia. Pronto descubriría que ninguno de los altos ejecutivos había asistido. Esta fiesta era para los hombres de segundo nivel, aquellos lo suficientemente poderosos para creerse dueños del mundo, pero no tanto como para no necesitar demostrarlo. 


La humillación comenzó de inmediato. 


Un tipo con aliento a whisky le besó el cuello sin permiso, sus labios húmedos dejando un rastro frío sobre su piel. 


—Qué suavecita estás —murmuró, como si le estuviera haciendo un cumplido. 


Paulita sonrió, permitiéndole otro beso antes de alejarse con excusa de buscar una copa. 


No llegó lejos. 


Otro hombre, más joven pero igual de descarado, la agarró por la cintura y le levantó el vestido por detrás, exponiendo sus nalgas al aire por un segundo antes de soltarla con una risita. 


—Morales dijo que eras divertida —comentó, como si eso justificara todo. 


Paulita se ajustó el vestido, la sonrisa pegada a su rostro como una máscara. 


—Siempre —respondió, aunque por dentro repetía: "Hijos de puta, todos". 


La noche continuó en esa línea. Un ejecutivo de cuentas la sacó a bailar, sus manos recorriendo su espalda, sus caderas presionando contra las de ella con una familiaridad que no se había ganado. 


—Me encantan las mujeres que saben lo que quieren —le susurró al oído, mientras una mano se deslizaba hacia su trasero. 


Paulita no se apartó. 


—¿Y tú sabes lo que yo quiero? —preguntó, mirándolo desde bajo sus pestañas postizas. 


El hombre rió, como si ella hubiera hecho un chiste. 


—Lo mismo que todas, cariño. 


Esa frase la quemó más que cualquier manoseo. Pero Paulita no protestó. Siguió bailando, siguió sonriendo, siguió permitiendo que manos ajenas exploraran su cuerpo como si fuera un aperitivo. 


Porque en algún lugar de esa habitación, entre las risas falsas y los vasos de champaña, estaba su ascenso. 


Y Paulita estaba dispuesta a pagar el precio que fuera necesario. 


"Estas putitas no me van a ganar." 


La noche era larga. Y ella apenas comenzaba.


La fiesta había escalado a un nivel de decadencia que incluso Paulita, con toda su determinación, no había anticipado por completo. El aire olía a alcohol caro, perfume barato y el dulce tufo del sudor mezclado con lujuria. Las luces tenues del salón proyectaban sombras danzantes sobre las paredes, iluminando escenas que habrían escandalizado a cualquiera que no estuviera sumergido en aquel mundo perverso. 


Algunas de las otras chicas habían perdido toda inhibición. Dos de ellas bailaban sobre una mesa, moviendo sus caderas al ritmo de la música mientras se despojaban de sus vestidos, quedando solo en ropa interior. Otra, más atrevida, estaba de rodillas frente a un ejecutivo de mediana edad, sus labios rojos envolviendo su erección con una devoción que habría sido conmovedora si no fuera tan grotesca. 


Paulita las observó por un momento, calculando. "Están dispuestas a todo. Pero yo lo haré mejor." 


No tuvo tiempo de planear su próximo movimiento. Una mano grande y familiar se cerró sobre su nalga izquierda, apretando con fuerza suficiente para dejar una marca. 


—Ven —ordenó Morales, su voz cargada de autoridad y alcohol—. Te voy a presentar con unos muchachos. 


Paulita lo siguió sin protestar, aunque su mente ya trabajaba a toda velocidad. "¿Altos ejecutivos? ¿Directores? ¿Finalmente mi oportunidad?" 


El grupo al que Morales la llevó consistía en cuatro hombres, todos bien entrados en sus cincuenta, con trajes que intentaban sin éxito ocultar sus barrigas y sonrisas que revelaban demasiado interés. Ninguno era particularmente atractivo, pero Paulita les sonrió con dulzura, asumiendo que debían ser figuras importantes. 


—Señores, les presento a Paulita —dijo Morales, como si estuviera mostrando un trofeo—. Una de nuestras empleadas más... dedicadas. 


Los hombres rieron, sus ojos recorriendo su cuerpo como si ya lo estuvieran desnudando. 


—Encantada —murmuró Paulita, inclinando la cabeza ligeramente. 


—¡Morales no miente! —exclamó uno de ellos, un tipo calvo con anillos que le apretaban los dedos hinchados—. Las putas de tu departamento son las más lindas de la empresa. 


Paulita sintió cómo el insulto le quemaba la piel, pero mantuvo la sonrisa. "Son altos cargos. Esto es temporal. El ascenso vale la pena." 


—Pero esta se lleva el premio mayor —agregó otro, un hombre de pelo canoso y aliento a cigarrillo que le pasó una mano por la cintura. 


Morales se rió, disfrutando del espectáculo. 


—Paulita es especial —dijo, y luego, con un tono que no admitía discusión—: Desnúdate. 


El mandato fue tan directo, tan inesperadamente crudo, que por un segundo Paulita dudó. Pero solo por un segundo. 


Sus manos se elevaron hacia el cierre lateral de su vestido, deslizándolo con lentitud calculada. El tejido negro de satén cayó al suelo como una sombra derrotada, dejándola en nada más que sus tacones, medias de red y el brillo húmedo de su lápiz labial. 


Los hombres dejaron escapar murmullos de aprobación. Uno de ellos, el más joven del grupo (lo que no significaba mucho), se acercó primero. Sus dedos, ásperos por años de manejar documentos y firmar cheques, trazaron el contorno de sus senos con una mezcla de admiración y posesión. 


—Dios mío —susurró—, mira estos pezones. Como cerezas. 


Otro hombre, el calvo de los anillos, no perdió tiempo en apoderarse de sus nalgas, apretándolas con ambas manos como si estuviera evaluando fruta en el mercado. 


—Firmes —comentó con aprobación—. A esta le gusta el gimnasio. 


El tercero, un tipo silencioso con gafas, prefirió explorar su espalda, sus uñas rascando levemente la piel mientras su aliento caliente le recorría el cuello. 


—Tienes la piel suave como un bebé —murmuró, como si estuviera revelando un secreto. 


El cuarto hombre, sin embargo, fue el más osado. Sin pedir permiso, deslizó una mano entre sus piernas, encontrando su humedad con un gruñido de satisfacción. 


—Morales, esta está lista —anunció, frotando un dedo sobre su clítoris con movimientos circulares que hicieron que Paulita contuviera un gemido. 


—¿La quieren escuchar gemir? —preguntó Morales, como si ofreciera el postre después de la cena. 


La respuesta fue un coro de gritos y risas. Paulita sintió cómo su corazón se aceleraba. "Dios, no. No los cinco. No aquí." 


Pero para su sorpresa (y alivio secreto), Morales tomó el control. 


—Paulita es mía —declaró, y aunque las palabras sonaban a posesión, también eran una protección no solicitada—. Pero puedo compartir el espectáculo. 


Se acercó a ella, desplazando a los otros hombres con su autoridad natural. Su mano, más suave de lo que Paulita esperaba, se deslizó entre sus piernas, encontrando el mismo punto que el otro hombre había explorado. Pero Morales lo conocía mejor. 


Tres movimientos. 


Uno: un círculo lento que hizo que su respiración se acelerara. 


Dos: una presión firme que le arrancó un jadeo. 


Tres: un pellizco suave en el clítoris que la hizo estremecerse de pies a cabeza. 


El orgasmo la golpeó sin previo aviso, un tsunami de placer que la obligó a agarrarse del brazo de Morales para no caer. Sus piernas temblaron, su vientre se contrajo, y un gemido escapó de sus labios, alto y claro, para deleite de los espectadores. 


—¡Eso es! —gritó uno de los hombres, aplaudiendo como si acabara de presenciar un número de circo. 


—Miren eso —añadió otro—. El cuerpo de esta puta te sabe obedecer. 


Morales sonrió, satisfecho, mientras Paulita intentaba recuperar el aliento. La humillación debería haberla consumido. El asco debería haberla hecho huir. 


Pero en lugar de eso, una parte de ella, una parte que odiaba reconocer, se sentía... poderosa. 


Había hecho que esos hombres la desearan. Había hecho que Morales la reclamara.


El aire en la sala se había vuelto espeso, cargado con el olor a sexo, alcohol y sudor. Las luces bajas proyectaban sombras danzantes sobre las paredes, iluminando escenas de decadencia que habrían escandalizado en cualquier otro contexto. Pero aquí, en este círculo privado de poder y lujuria, todo era permitido. Paulita, completamente desnuda excepto por sus medias de red y tacones de aguja, estaba arrodillada sobre un sofá de cuero, sus manos aferradas al respaldo mientras sentía el peso de Morales detrás de ella. 


—Mírenla —gruñó Morales, agarrando sus caderas con fuerza—. La puta más hermosa de la empresa, y es toda mía. 


Sus amigos, hombres entrados en años con trajes caros y sonrisas ebrias, formaban un semicírculo alrededor, sus ojos brillando de lujuria y alcohol. Uno de ellos, un tipo calvo con anillos que apretaban sus dedos regordetes, escupió en dirección a Paulita. El esputo cayó sobre su espalda, resbalando lentamente entre sus omóplatos. 


—Así es como se trata a las zorras ambiciosas —comentó otro, riendo mientras encendía un cigarro. 


Paulita debería haber sentido vergüenza. Debería haber sentido asco. Pero en lugar de eso, una oleada de excitación tan intensa que casi la mareó recorrió su cuerpo. 


"¿Qué mierda me pasa?" pensó, justo en el momento en que Morales, sin más preámbulos, la penetró con una embestida brutal que la hizo arquear la espalda. 


Era como ser empalada por un poste de hierro. La verga de Morales, no particularmente larga pero sí ancha como ella nunca había experimentado antes, la abría de una manera que la hacía sentir llena hasta el punto del dolor. Pero qué dolor tan delicioso. 


—¡Eso es! ¡Dale duro, Morales! —gritó uno de los espectadores, mientras otro golpeaba una botella contra la mesa al ritmo de las embestidas. 


Morales no necesitaba estímulo. Sus caderas chocaban contra las nalgas de Paulita con un sonido húmedo y obsceno, cada empujón más fuerte que el anterior. Sus manos, grandes y ásperas, se aferraban a sus caderas con tanta fuerza que dejarían moretes al día siguiente. 


—Gime, puta —ordenó Morales, tirándole del pelo para exponer su cuello a los espectadores—. Hazles ver lo mucho que te gusta. 


Paulita obedeció. Sus gemidos, al principio contenidos, pronto se convirtieron en gritos guturales que resonaban en la habitación. Cada embestida de Morales golpeaba un punto dentro de ella que la hacía ver estrellas, una mezcla de dolor y placer que la llevaba al borde una y otra vez. 


—Mira cómo se mueve —observó uno de los hombres, acercándose para pellizcar un pezón—. Como una perra en celo. 


Otro se acercó por el frente, agarrando su cara con una mano mientras escupía directamente en su boca abierta. 


—Traga, zorra —le ordenó, y Paulita, para su propio asombro, lo hizo sin vacilar. 


Morales aceleró el ritmo, sus gruñidos cada vez más guturales. Paulita podía sentirlo hinchándose dentro de ella, sabía que estaba cerca. Y ella también. 


—Voy a... voy a... —intentó avisar, pero las palabras se convirtieron en un grito cuando el orgasmo la golpeó como un tren. Su cuerpo se tensó, sus músculos vaginales apretando la verga de Morales como un puño, lo que provocó que él también llegara al clímax con un rugido. 


—¡Toma, puta! —gritó mientras se vaciaba dentro de ella, sus embestidas convulsivas prolongando el orgasmo de Paulita hasta el punto de casi ser doloroso. 


Los hombres aplaudieron, rieron, brindaron. Paulita, jadeando y temblando, apenas podía sostenerse. 


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Las semanas siguientes fueron una serie de fiestas similares. Paulita se convirtió en un accesorio habitual, siempre disponible, siempre dispuesta. Pero había una regla no dicha: solo Morales tenía el privilegio de penetrarla. 


Al principio, Paulita asumió que era otro de sus juegos de control. Pero con el tiempo, llegó a comprender la verdad: a ella ya no le importaba. 


La ancha verga de Morales, que alguna vez le había parecido grotesca, ahora era el único pene que anhelaba. Sabía exactamente cómo moverla, exactamente qué ángulos la hacían gritar, exactamente qué palabras susurrarle al oído para hacerla llegar al borde una y otra vez. 


"Me ha convertido en su puta personal", pensó una noche, mientras Morales la penetraba sobre su escritorio después de horas. Y en lugar de asco, sintió una extraña satisfacción. 


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Tres meses después de aquella primera fiesta, Paulita recibió lo que había estado buscando desde el principio. 


—Felicitaciones —dijo Morales, deslizando un documento hacia ella—. A partir de hoy, eres mi secretaria personal. 


Paulita miró el papel, luego a Morales, y sonrió. No era el ascenso que había soñado originalmente, pero era un comienzo. 


—Gracias, señor Morales —respondió, pasando un dedo sobre el borde del escritorio—. ¿Quiere que celebre... de manera especial? 


Morales se rió, abriendo las piernas en una invitación que Paulita conocía demasiado bien. 


—Sabes exactamente lo que quiero. 


Y ella lo sabía.


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Con el tiempo, la oficina entera supo. Los susurros la seguían por los pasillos: "La puta de Morales". Algunos lo decían con desprecio, otros con envidia. 


Pero Paulita ya no se molestaba en fingir. Había conseguido lo que quería. Había pagado el precio que le pidieron. 


Y si en el proceso había descubierto que le encantaba que un hombre calvo y bajito la tratara como a su juguete sexual personal... bueno, ese era un secreto entre ella y Morales. 


 


Fin. 

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