Hugo la empujó bruscamente de sus piernas, y Amelia cayó al suelo con un golpe seco, sus manos se estrellaron contra las tablas de madera mientras un gemido escapaba de sus labios, las lágrimas aún humedecían sus mejillas, sus nalgas ardían, el dolor pulsátil mezclado con una vergüenza que la hacía temblar, se quedó allí, jadeando, sintiendo cómo el aire frío rozaba su piel descubierta, sus pantalones seguían bajados hasta los muslos, las bragas blancas de encaje apenas cubriendo lo esencial, pero ya húmedas, traicionando su excitación
—Levántate —ordenó Hugo, su voz grave y dominante resonando en la habitación—, y prepara el almuerzo
Amelia tragó saliva, sus dedos se aferraron al suelo como buscando fuerzas, pero no protestó, no esta vez, el castigo había sido suficiente para recordarle su lugar, lentamente se incorporó, sintiendo cómo el tejido de sus bragas se pegaba a su piel, cómo el rubor de las nalgadas se extendía bajo la fina tela
—Pero sácate el pantalón del todo —añadió Hugo, reclinándose en la silla con los brazos cruzados, sus ojos oscuros recorriendo cada centímetro de su cuerpo
Ella contuvo un sollozo, pero obedeció, deslizando los pantalones por sus caderas hasta que cayeron a sus pies, luego dio un paso fuera de ellos, quedando solo con las bragas y la camiseta corta que apenas le cubía los muslos, el aire fresco acarició su piel desnuda, pero el verdadero escalofrío vino cuando sintió la mirada de Hugo clavada en ella, como si pudiera ver a través de la tela, como si ya la poseyera
—Bien —murmuró él, satisfecho—, ahora ve a cocinar
Amelia asintió en silencio y se dirigió a la cocina, consciente de cada paso, de cómo sus nalgas se movían con cada movimiento, de cómo Hugo no dejaba de observarla, el sonido de sus pasos descalzos sobre el piso frío se mezclaba con el latido acelerado de su corazón, al llegar a la cocina, tomó un delantal y trató de atárselo, pero Hugo intervino
—No —dijo desde el umbral—, así como estás
Ella dejó el delantal, sus manos temblorosas buscaron los ingredientes mientras sentía cómo la humedad entre sus piernas aumentaba, no podía negarlo, la humillación, el dolor, la dominación de Hugo, todo la excitaba de una manera que no entendía, cortó las verduras con movimientos torpes, sintiendo cómo el rubor no solo cubría sus nalgas, sino también su rostro
Hugo observaba desde la mesa del comedor, su mirada fija en el vaivén de sus caderas, en cómo las bragas blancas se tensaban con cada movimiento, en cómo las marcas de sus manos aún sonreían en su piel, disfrutaba de cada segundo, de cada muestra de sumisión, de cada pequeña victoria sobre su voluntad, cuando Amelia terminó de cocinar y colocó el plato frente a él, Hugo no tocó el tenedor de inmediato, en cambio, sacó el collar rojo del perro y lo colocó sobre la mesa con un golpe seco
—¿Te vas a poner el collar? —preguntó, su voz baja pero cargada de peligro
Amelia miró el objeto, luego a él, y finalmente bajó la vista, sus labios temblaron antes de responder
—Sí
Hugo sonrió, un gesto lento y victorioso
—De rodillas —ordenó
Ella obedeció, arrodillándose frente a él, sintiendo cómo el piso frío mordía sus rodillas, cómo su cuerpo se encogía ante su presencia, Hugo tomó el collar y se inclinó hacia ella, sus dedos grandes rozaron su cuello delicado antes de abrochar el artículo con cuidado, el cuero rojo contrastaba con su piel pálida, la argolla metálica brillaba bajo la luz, un símbolo innegable de pertenencia
—Buena niña —murmuró Hugo, acariciando su cabeza como si fuera una mascota
Amelia cerró los ojos, sintiendo cómo las palabras la marcaban más que el collar, cómo cada caricia en su cabello la hundía más en su sumisión, Hugo comenzó a comer entonces, disfrutando de la comida mientras ella permanecía a sus pies, inmóvil, esperando, solo cuando él terminó, le indicó con un gesto que podía comer, Amelia tomó el plato y lo hizo en silencio, sintiendo el peso del collar en cada bocado
Después del almuerzo, Hugo se levantó y caminó hacia el pasillo, deteniéndose para mirarla por encima del hombro
—Ven —dijo simplemente
Amelia lo siguió, sus pasos vacilantes, sus nalgas aún ardientes, el collar rozando su clavícula con cada movimiento, llegaron a su habitación, y Hugo abrió el armario de par en par, la ropa de Amelia, colorida, juvenil, colgaba ordenadamente, pero no por mucho tiempo
—Desde hoy decidiré cómo te vestirás —anunció, comenzando a revisar cada prenda con manos expertas
—Este sí —dijo, dejando un vestido negro sencillo a un lado
—Este no —arrojó unos jeans ajustados al suelo
Amelia observó con horror cómo separaba su ropa, cómo prendas que amaba eran descartadas sin más, cada "no" era una puñalada, pero no dijo nada, no podía, cuando terminó, Hugo tomó las prendas rechazadas y las llevó al patio, Amelia lo siguió, sintiendo cómo el viento jugueteaba con su camiseta, cómo sus nalgas desnudas aún llamaban la atención
—Mira —ordenó Hugo, encendiendo un fósforo y arrojándolo sobre la pila de ropa
Las llamas crecieron rápidamente, devorando las telas, los colores, los recuerdos, Amelia sintió cómo un nudo se formaba en su garganta, cómo sus vestidos favoritos se convertían en cenizas, pero también sintió algo más, una extraña aceptación, como si al perder su ropa, perdiera también una parte de su resistencia
Hugo se paró detrás de ella, sus manos grandes posándose en sus caderas, sus labios rozaron su oreja mientras las llamas iluminaban sus rostros
—Ahora eres mía —susurró—, en todo sentido
Amelia no respondió, pero en su interior, algo se rompió, algo que sabía que nunca volvería a ser igual
Las llamas habían consumido los últimos jirones de su ropa favorita, dejando solo cenizas esparcidas en el patio, Amelia permaneció inmóvil, observando cómo el viento arrastraba los restos carbonizados de lo que alguna vez fueron sus vestidos más queridos, el calor residual del fuego contrastaba con el frío que ahora recorría su espalda, sus nalgas aún palpitaban, el rubor de las nalgadas no había desaparecido, y el collar de cuero rojo seguía ajustado alrededor de su cuello, como un recordatorio constante de su nueva realidad
—Ahora, limpia los pisos y las ventanas —ordenó Hugo, su voz cortante como el filo de un cuchillo—, y no te vistas
Amelia asintió en silencio, sus dedos se aferraron al trapo y al cubo de agua que él le arrojó, la tanga blanca de encaje y la remera corta que llevaba desde la mañana eran su único escudo contra la humillación, pero ni siquiera eso la cubría por completo, el tejido fino de la tanga se hundía entre sus nalgas, acentuando cada curva, cada marca que Hugo había dejado en su piel, comenzó a fregar el piso, sintiendo cómo el agua fría mojaba sus rodillas, cómo el dolor en sus muslos aumentaba con cada movimiento, no estaba acostumbrada a esto, nunca había limpiado de esta manera, pero Hugo no toleraría excusas
Las horas pasaron lentamente, el sol comenzó a descender, pintando el cielo de tonos anaranjados, Amelia seguía en su tarea, sus brazos cansados, su espalda dolorida, el sudor perlaba su frente y se mezclaba con las lágrimas que no podía contener, Hugo se había retirado a dormir la siesta, dejándola sola con sus pensamientos, y esos eran más peligrosos que cualquier castigo
¿Por qué me quedo?
La pregunta resonaba en su mente una y otra vez, Hugo no la amenazaba físicamente, no controlaba su dinero, no había cerrojos en las puertas, podría escapar ahora mismo, correr a la casa de una amiga, denunciarlo, pero algo la detenía, algo más profundo que el miedo, más intenso que la vergüenza, cada vez que Hugo la miraba, cada vez que sus manos grandes la sometían, sentía una chispa de electricidad que la paralizaba, una adicción perversa a su propia degradación
Terminó de limpiar el último ventanal, su reflejo en el cristal la devolvió a la realidad, el cabello despeinado, las mejillas manchadas de polvo, la remera pegada a su cuerpo por el sudor, era una imagen patética, pero también excitante, y eso la aterraba
El sonido de pasos firmes la sacó de sus pensamientos, Hugo apareció en el marco de la puerta, vestido con unos pantalones negros y una camisa blanca impecable, su mirada fría evaluó su trabajo con desdén
—Muy mal —dijo, su voz gélida—, tardaste demasiado
Amelia bajó la vista, sus manos se aferraron al trapo como si fuera un salvavidas
—Lo siento… —murmuró, pero Hugo no estaba interesado en disculpas
—Pon la mano contra la pared —ordenó, sacando la fusta de cuero negro que había comprado esa mañana
El corazón de Amelia se aceleró, el miedo le recorrió la espalda como un escalofrío, pero obedeció, apoyando las palmas contra la pared fría, separando las piernas levemente, sabía lo que venía, y aún así, su cuerpo reaccionó con una humedad traicionera entre sus muslos
El primer golpe llegó sin advertencia, la fusta cortó el aire con un silbido antes de estrellarse contra sus nalgas, el dolor fue instantáneo, agudo, como una quemadura, Amelia gritó, un sonido desgarrador que resonó en toda la casa
—¡Aaah! ¡Por favor!
Hugo no respondió, el segundo golpe llegó un segundo después, ligeramente más abajo, marcando su piel con una línea roja brillante, Amelia gritó de nuevo, sus piernas temblaron, pero no se movió, sabía que resistir solo empeoraría las cosas
—¡No puedo! ¡Duele!
El tercer golpe fue el más fuerte, la fusta se enrolló ligeramente alrededor de su muslo, dejando una marca que prometía convertirse en un moretón, Amelia cayó de rodillas, sus manos se aferraron a la pared para no colapsar por completo, los sollozos sacudían su cuerpo, pero entre el dolor, había algo más, una pulsión cálida que la avergonzaba
Hugo observó su trabajo con satisfacción, las tres marcas paralelas en su piel, el temblor de su cuerpo, las lágrimas que caían sin control, se inclinó y le acarició el cabello con una calma perturbadora
—Ve a bañarte —susurró—, y ponte el vestido que dejé sobre tu cama
El agua caliente cayó sobre su cuerpo como un alivio y un castigo a la vez, las marcas de la fusta ardían bajo el chorro, pero Amelia no podía evitar tocarlas, sus dedos recorrieron las líneas rojas, cada contacto enviaba una descarga de dolor y placer a su vientre, se lavó con movimientos mecánicos, como si intentara borrar no solo la suciedad, sino también sus pensamientos contradictorios
Al salir del baño, encontró el vestido negro tendido sobre su cama, tal como Hugo había dicho, era corto, ceñido, con un escote pronunciado que dejaba poco a la imaginación, se lo puso con cuidado, sintiendo cómo la tela se ajustaba a sus curvas, cómo el aire frío rozaba su piel desnuda bajo el vestido, no había corpiño, como él había ordenado, sus pezones se endurecieron al contacto con la tela, visibles a través del tejido
—Estás lista —dijo Hugo desde la puerta, sus ojos oscuros recorriendo su cuerpo con aprobación—, vamos a cenar
Amelia asintió, siguiéndolo hacia el auto, cada paso le recordaba las marcas en su piel, el vestido rozaba sus nalgas doloridas, el collar de cuero rojo seguía en su lugar, un recordatorio silencioso de su sumisión
El restaurante era lujoso, con candelabros que colgaban del techo, mesas cubiertas con manteles blancos y copas de cristal que brillaban bajo la luz tenue, los comensales vestían trajes y vestidos elegantes, pero ninguno como el de Amelia, ninguno con un escote tan atrevido, un largo tan provocativo, sintió cómo las miradas se clavaban en ella, cómo los murmullos seguían sus pasos, pero Hugo no parecía importarle, caminaba con la confianza de un hombre que sabía que poseía lo que todos deseaban
Al cruzar la puerta del restaurante, Amelia sintió cómo algo cambiaba, cómo el mundo exterior desaparecía, dejando solo a Hugo y a ella, sumergidos en un juego peligroso del que no quería escapar
Juego de Poder en la Luz de las Velas
El maître los condujo a una mesa en el rincón más exclusivo del restaurante, donde la luz de las velas proyectaba sombras danzantes sobre los manteles de lino, Amelia caminó detrás de Hugo, sintiendo cómo cada paso hacía que el vestido negro se deslizara peligrosamente arriba de sus muslos, el escote profundo dejaba al descubierto la curva de sus senos, y la falta de corpiño hacía que cada movimiento fuera una tortura de exposición, los ojos de los comensales se clavaban en ella como dagas, pero nadie decía nada, nadie se atrevía a cuestionar al hombre elegante que la llevaba de collar
—Siéntate —ordenó Hugo, tirón sutil del collar antes de ocupar su propia silla
Amelia obedeció, las piernas temblorosas, el vestido se estiró aún más al sentarse, revelando un destello de sus bragas blancas de encaje, las marcas de la fusta en sus nalgas ardieron al contacto con la silla, pero se mordió el labio para no gemir, las manos sudorosas se aferraron al borde de la mesa
—Relájate —murmuró Hugo mientras revisaba la carta de vinos sin mirarla—, o haré que esta noche sea aún más memorable
El tono de su voz, suave pero cargado de amenaza, hizo que un escalofrío le recorriera la espalda, el camarero se acercó con una sonrisa profesional
—¿Qué desean beber? —preguntó
—Una botella de Château Margaux 2009 —respondió Hugo, luego señaló a Amelia con un gesto despectivo—, y para ella, agua mineral
El camarero asintió y se retiró, Amelia bajó la vista, sintiendo cómo la humillación se mezclaba con una excitación que la avergonzaba, Hugo extendió la mano sobre la mesa y tocó el borde de su copa de agua
—Bebe —ordenó
Ella obedeció, inclinándose hacia adelante, el escote se abrió peligrosamente, revelando más de lo que cualquier restaurante de lujo toleraría, en el reflejo de la copa, vio a un hombre en la mesa contigua mirándola con descaro, sus mejillas ardieron, pero Hugo sonrió, satisfecho
—Así, buena niña —susurró, acariciando el collar rojo—, disfruta de tu agua, es lo único que probarás esta noche
El vino llegó, Hugo lo probó con deleite mientras el primer plato era servido, una ensalada de langosta con trufa negra que despedía un aroma embriagador, Amelia observó con hambre, pero no dijo nada, sus manos se aferraron a su regazo cuando Hugo cortó un trozo de langosta y lo sostuvo frente a ella
—Ábre la boca —ordenó
Ella dudó, mirando alrededor, temerosa de que alguien los viera, pero la presión del collar la obligó a obedecer, sus labios se entreabrieron, Hugo introdujo el tenedor lentamente, rozando su lengua antes de retirarlo
—Mastica —dijo, observando cómo su mandíbula temblaba
El sabor era exquisito, pero Amelia apenas podía concentrarse en la comida, cada movimiento de Hugo era calculado, cada orden diseñada para exponerla, cuando el plato principal llegó, un filete jugoso con reducción de vino tinto, Hugo cortó un borde graso y lo dejó caer al suelo junto a su silla
—Recógelo —susurró—, con la boca
Amelia contuvo un gemido, sus ojos se llenaron de lágrimas, pero se deslizó de la silla y se arrodilló frente a él, el vestido se abrió completamente, revelando sus bragas empapadas a los pocos comensales que miraban disimuladamente, inclinó la cabeza y tomó el trozo de carne con los dientes, sintiendo cómo la salsa manchaba su mentón
—Limpia —ordenó Hugo señalando su propia mano
Ella lamió la salsa de sus dedos uno por uno, los labios temblando, el pulso acelerado, cuando terminó, Hugo le acarició la cabeza como a un animal obediente
—Muy bien, ahora vuelve a tu sitio
El regreso a casa fue un silencio cargado, Amelia miraba por la ventana del auto, sintiendo cómo el vestido se pegaba a su cuerpo, cómo el collar seguía apretando su garganta, Hugo condujo con calma, como si no acabara de humillarla frente a medio restaurante, como si no hubiera notado las miradas de deseo y reproche que recibieron al salir
—Dormirás en mi cuarto —anunció al estacionar
Amelia sintió un vuelco en el estómago, una mezcla de miedo y anticipación, ¿Me hará el amor? pensó, imaginando por un momento que toda la humillación había sido un preludio para algo más íntimo, algo que justificara la atracción enfermiza que sentía por él
Al entrar a la habitación, Hugo cerró la puerta con llave y se quitó la chaqueta con calma, sus ojos recorrieron su cuerpo como un predador evaluando a su presa
—Desvístete —ordenó
Amelia obedeció con manos temblorosas, el vestido negro se deslizó por su cuerpo hasta caer al suelo, revelando su piel de porcelana marcada por el rojo de los azotes, sus senos firmes y rosados se destacaban en la penumbra, las bragas empapadas seguían en su lugar, pero Hugo no hizo movimiento alguno para tocarla, en cambio, tomó una frazada del armario y la arrojó al suelo
—Ahí dormirás, mi perrita —dijo señalando el rincón junto a la cama
Amelia contuvo un sollozo, no por el trato degradante, sino por la decepción de que no la deseara como ella lo deseaba a él, se acurrucó en el suelo, sintiendo cómo la lana áspera de la frazada rozaba su piel sensible, Hugo se acostó en la cama sin mirarla, apagó la luz y dejó que el silencio sepultara sus fantasías
El primer día junto a Hugo había terminado, pero Amelia sabía que era solo el comienzo de algo más oscuro, más profundo, y lo aterrador era que ya no quería escapar
Continuara...

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