Bajo Su Dominio - Parte 3

 


El Pacto del Dolor  

El amanecer apenas comenzaba a filtrarse entre las cortinas cuando Hugo despertó, su cuerpo ya alerta, su mente enfocada en la joven que dormía acurrucada en el suelo como una perra sumisa. La frazada apenas cubría sus curvas, dejando al descubierto la suave piel de su espalda y las marcas rojizas que él había dejado la noche anterior. Se vistió con calma, disfrutando del espectáculo de su sumisión incluso en sueños.  

—Buenos días, perrita —murmuró, despertándola con suaves pero firmes patadas en las costillas.  

Amelia se removió, entre el sueño y la realidad, hasta que sus ojos verdes se abrieron y se encontraron con los oscuros de él.  

—Buenos días, Hugo —respondió con voz ronca por el sueño.  

Hugo inclinó el cuerpo sobre ella, agarrando su mentón con fuerza.  

—Buenos días, mi dueño —corrigió, arrastrando las palabras con un tono que no admitía errores.  

Ella tragó saliva, sintiendo cómo el simple cambio de palabras la hacía arder.  

—Buenos días… mi dueño.  

Él sonrió, satisfecho, y se enderezó.  

—Prepara el desayuno. Tenemos cosas que hablar. 

Amelia se movió rápidamente, todavía adormilada pero obediente, preparando el café y los huevos mientras Hugo se sentaba a la mesa, observándola con esa mirada que la hacía sentir desnuda incluso con ropa. Cuando terminó, se arrodilló junto a su silla, esperando su turno para comer, como él le había enseñado.  

Hugo tomó un sorbo de café antes de hablar, sus ojos fijos en ella.  

—Anoche querías que te cogiera, ¿verdad? —preguntó, directo, como un cuchillo cortando el aire.  

Amelia sintió que el rubor le subía por el cuello hasta las mejillas. Quería mentir, pero algo en su mirada le decía que sería inútil.  

—Sí… quería que me hicieras el amor —confesó, casi en un susurro.  

Hugo rió, un sonido bajo y cargado de dominio.  

—Sabía que eras una puta arrastrada —dijo, sin piedad—. Pero te cumpliré tu deseo. Con una condición.  

Ella levantó la vista, esperanzada.  

—Ve a buscar mi fusta.  

El corazón de Amelia latió con fuerza, pero no dudó. Se levantó y fue hacia el armario donde Hugo guardaba los instrumentos de su sumisión, tomando la fusta de cuero negro con manos temblorosas. Cuando regresó, Hugo ya estaba de pie, esperándola con una sonrisa que prometía dolor y placer a partes iguales.  

—Si aguantas cien fustazos, serás mía —anunció, como si le ofreciera un trato justo.  

Ella no lo pensó.  

—Sí.

Hugo no perdió tiempo. La tomó del brazo y la llevó al centro de la habitación, donde ya había preparado una soga colgante. Con movimientos precisos, le ató las muñecas y la dejó suspendida, sus pies apenas rozando el suelo. El aire frío de la mañana acarició su piel desnuda, haciendo que sus pezones se endurecieran al instante.  

—Cuenta cada uno —ordenó Hugo, pasando la fusta por su espalda en una caricia amenazante—. Y si fallas, empezamos de nuevo.  

El primer golpe llegó sin aviso, cortando el aire con un silbido antes de estrellarse contra sus nalgas. Amelia gritó, un sonido agudo que se mezcló con el crujido del cuero.  

—¡Uno! —logró decir, entre jadeos.  

El segundo fue más fuerte, marcando su piel con una línea de fuego.  

—¡Dos! —gritó, sintiendo cómo el dolor se transformaba en una extraña euforia.  

Hugo no tenía prisa. Cada golpe era calculado, alternando entre sus nalgas, sus muslos, su espalda baja. A veces esperaba lo suficiente para que Amelia comenzara a relajarse, solo para azotarla de nuevo con más fuerza.  

—¡Quince! —lloró, arqueándose cuando la fusta se enrolló alrededor de su muslo, dejando una marca que prometía moretón.  

—¿Duele? —preguntó Hugo, acariciando la zona enrojecida con los dedos.  

—Sí… pero no pares —suplicó, sorprendida por sus propias palabras.  

Hugo sonrió y continuó.  

A medida que los golpes aumentaban, Amelia perdía la noción del tiempo. Su cuerpo estaba cubierto de marcas, su piel ardía, pero cada latigazo la llevaba más cerca de algo que no podía explicar. Entre los gritos, comenzó a sentir una humedad entre sus piernas, una excitación que crecía con cada nueva herida.  

—¡Cuarenta y tres! —gemía ahora, su voz ya ronca.  

Hugo observó cómo sus piernas temblaban, cómo sus músculos se tensaban con cada impacto. Se detuvo un momento, acercándose a su oído.  

—¿Te gusta, perrita? ¿Te gusta que te marque? —preguntó, mordiendo su oreja.  

—Sí… —admitió, avergonzada pero sincera.  

—Pide más.  

—¡Azótame más! —suplicó, sin reconocer su propia voz.  

Hugo cumplió.  

Los golpes finales fueron los más intensos, cada uno enviando ondas de dolor y placer que la hacían gritar y gemir al mismo tiempo. Cuando finalmente llegaron al cien, Amelia estaba al borde del colapso, su cuerpo brillaba de sudor, sus marcas palpitaban, pero sus ojos brillaban con una satisfacción perversa.  

Hugo la soltó de las ataduras, dejando que cayera en sus brazos.  

—Ahora eres mía —susurró, llevando una mano entre sus piernas para comprobar lo empapada que estaba—. Y esta noche, te daré lo que tanto pediste.  

Amelia no respondió, pero su cuerpo, marcado y sumiso, ya era respuesta suficiente. 

Después de los cien azotes Hugo no dejó que Amelia se moviera por su cuenta, la tomó entre sus brazos con una fuerza que contrastaba con la delicadeza de sus movimientos, la llevó al baño donde había preparado una bañera con agua tibia y espuma que olía a lavanda, la sumergió lentamente mientras sus grandes manos recorrían cada marca roja en su piel, cada línea que él mismo había dibujado con la fusta  

—Duele —susurró Amelia entre dientes apretados cuando el agua rozó las peores heridas  

—Lo sé —respondió Hugo sin dejar de lavarla con esponjas suaves— pero lo aguantaste bien mi perrita  

Ella cerró los ojos sintiendo cómo sus dedos se deslizaban por su espalda, sus caderas, evitando solo donde el dolor era demasiado intenso, el contraste entre la crueldad de antes y esta ternura casi paternal la hacía sentirse más vulnerable que nunca, cuando terminó la envolvió en una toalla suave y la llevó al sillón del living, acomodándola como si fuera de cristal  

—No te muevas —ordenó antes de ir a la cocina  

Amelia obedeció, cada músculo de su cuerpo protestaba al más mínimo intento de cambiar de posición, cuando Hugo regresó traía una bandeja con sopa caliente, trozos pequeños de pollo tierno y pan recién horneado, se sentó frente a ella y comenzó a alimentarla como a una niña, cada cucharada era un ritual, sus ojos nunca dejaban los de ella  

—Abre —decía cada vez que llevaba la cuchara a sus labios  

Y Amelia abría la boca, tragando cada bocado bajo su atenta mirada, había algo profundamente íntimo en este acto, como si después de romperla por completo ahora tuviera que reconstruirla a su imagen, las horas pasaron así, con Hugo alternando entre alimentarla, darle sorbos de agua y acariciarle el cabello mientras ella descansaba semidormida en el sillón  

El atardecer pintó la habitación de tonos dorados cuando Amelia finalmente pudo sentarse sin ayuda, el dolor había bajado a un latido sordo que se mezclaba con una extraña sensación de orgullo, había aguantado los cien azotes, había ganado esto  

—Ya estás mejor —afirmó Hugo observándola estirarse con cuidado— es hora de cumplir mi parte del trato  

Amelia sintió un escalofrío que nada tenía que ver con el dolor, Hugo se levantó y extendió su mano hacia ella, sin vacilar tomó la oferta y se dejó guiar hacia el dormitorio, la habitación estaba iluminada solo por velas que proyectaban sombras danzantes en las paredes, la cama grande con sábanas negras parecía esperarlos  

—Desnúdate —ordenó Hugo mientras cerraba la puerta con llave  

Ella lo hizo con movimientos lentos, sintiendo cómo el aire frío acariciaba su piel marcada, sus pechos pesados, sus caderas aún doloridas pero ya no tanto como antes, Hugo la observó detenidamente antes de quitarse su propia ropa con calma, revelando un cuerpo musculoso que no parecía de cincuenta y tantos años, su erección imponente hizo que Amelia contuviera un gemido  

—Acuéstate —susurró señalando la cama  

Amelia obedeció, tendiéndose boca arriba y separando las piernas instintivamente, pero Hugo negó con la cabeza  

—No así —dijo ayudándola a girarse— boca abajo no quiero lastimar tus marcas más de lo necesario  

Ella sintió cómo la colocaba sobre las rodillas, su torso levantado por las almohadas que Hugo apiló bajo su vientre, su trasero en el aire, las marcas de los azotes completamente expuestas, sintió sus manos grandes separando sus nalgas suavemente antes de que la punta de su miembro buscara su entrada ya mojada  

—Esto es lo que querías ¿verdad perrita? —preguntó Hugo acercándose a su oído mientras empujaba lentamente  

Amelia gimió al sentirlo llenarla por primera vez, cada centímetro que avanzaba dentro de ella la hacía arder de una manera completamente distinta al dolor de los azotes, cuando estuvo completamente dentro Hugo se detuvo, permitiéndole adaptarse  

—Sí… mi dueño —respondió jadeando  

Hugo comenzó a moverse entonces con embestidas profundas y calculadas, cada empujón hacía que Amelia gritara, no de dolor sino de placer, sus manos se aferraban a las sábanas mientras él la tomaba de las caderas para clavar más fuerte, el sonido de sus pieles chocando se mezclaba con los gemidos de ella y los gruñidos de él  

—Eres mía —rugió Hugo acelerando el ritmo— cada marca en tu piel lo prueba  

Amelia no podía responder, el placer la inundaba por completo, sintió cómo se acercaba al orgasmo con una velocidad que la asustó, cuando llegó gritó su nombre como una plegaria, su cuerpo convulsionando alrededor de él, Hugo no se detuvo, continuó moviéndose hasta que su propio climax llegó, llenándola por dentro con gruñidos animalescos  

Se quedaron así por un momento, ambos jadeando, hasta que Hugo se retiró y la ayudó a acomodarse de costado  

—No hemos terminado —advirtió mientras sus dedos trazaban círculos en su muslo interno— apenas comenzamos  

La segunda vez fue más lenta, más deliberada, Hugo la hizo sentar sobre él, guiando sus caderas para que aprendiera el ritmo que a él le gustaba, Amelia cabalgó con los ojos cerrados, sintiendo cada centímetro de él dentro de sí, cuando ambos llegaron al orgasmo esta vez fue con gemidos sofocados y mordiscos en los hombros  

Después Hugo la acomodó en el suelo junto a la cama, arropándola con la misma frazada de antes, Amelia no protestó, su cuerpo estaba exhausto pero satisfecho, sintió cómo los fluidos de él escapaban entre sus piernas mientras se quedaba dormida, esa noche soñó con collares de cuero y cien azotes que valieron cada segundo de placer 

 

Continuara... 

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