La Devoción Absoluta
El tiempo había transformado cada rutina en un ritual sagrado, cada gesto en un acto de entrega total, seis semanas habían pasado desde aquella primera noche de cien azotes y Amelia ya no era la misma, su cuerpo, su mente, hasta su alma se habían moldeado a los deseos de Hugo, cada mañana comenzaba igual, con el sonido de sus pasos firmes acercándose a la habitación donde ella dormía en el suelo, desnuda como siempre, solo con el collar rojo que nunca se quitaba
—Levántate perrita —la voz de Hugo resonaba como un trueno suave en la penumbra del amanecer
Amelia abría los ojos de inmediato, sin necesidad de que él repitiera la orden, se incorporaba de rodillas, las manos apoyadas sobre los muslos, la cabeza ligeramente inclinada en señal de sumisión, Hugo ya sostenía la fusta de cuero negro, la misma que había marcado su piel tantas veces, pero ahora solo serían diez azotes, un recordatorio matutino de su lugar
—Ofrécemelo —decía él señalando sus nalgas ya marcadas por incontables castigos previos
Ella arqueaba la espalda, presentando el blanco perfecto, el primer golpe llegaba sin aviso, cortando el aire con un silbido antes de estrellarse contra su carne, Amelia ya no gritaba como al principio, ahora un gemido contenido escapaba de sus labios, un sonido que mezclaba dolor y placer en partes iguales
—Uno… gracias mi dueño —murmuraba contando cada azote como había aprendido
Los siguientes nueve llegaban con intervalos calculados, Hugo no tenía prisa, cada marca era una lección, un recordatorio de su devoción, cuando terminaba Amelia permanecía en posición, respirando hondo, sintiendo el ardor familiar que la acompañaría durante sus clases en la universidad, bajo la ropa que Hugo ahora elegía para ella cada mañana, vestidos discretos pero ligeramente más cortos de lo normal, blusas que se abrían con facilidad si alguien tiraba de ellas, cada elección era una prueba silenciosa.
Las tardes transcurrían entre las paredes de la casa que se habían convertido en su mundo, Amelia hacía los quehaceres completamente desnuda excepto por el collar, el piso frío bajo sus pies descalzos, el aire rozando su piel como una caricia constante, a veces Hugo la observaba desde el sillón, un libro en las manos pero los ojos clavados en el vaivén de sus caderas mientras limpiaba, otras veces la llamaba para que se arrodillara a sus pies y le lamiera los dedos manchados de tinta después de trabajar
—Más rápido —ordenaba cuando ella fregaba el piso— no te pagamos por holgazanear
El "nosotros" era una ficción que ambos mantenían, como si su madre pudiera regresar algún día y encontrarla así, convertida en esto, Amelia aceleraba el ritmo, sabiendo que cada tarea bien hecha sería recompensada después, cuando el sol comenzaba a caer y llegaba la hora de preparar la cena, otro ritual sagrado, cortar las verduras con cuidado bajo su mirada atenta, revolver las salsas mientras él probaba y decidía si necesitaba más sal o más castigo
—Prueba —le decía Hugo sosteniendo un trozo de carne entre los dedos
Amelia se acercaba y tomaba la comida directamente de su mano con los dientes, sintiendo cómo sus dedos rozaban sus labios deliberadamente, cómo a veces se quedaban allí un segundo más de lo necesario, si la comida estaba buena él asentía, si no, le daba un pellizco en el muslo que la hacía contener un grito.
Las noches eran su recompensa, después de lavar los platos y limpiar la mesa Amelia se arrodillaba frente a la silla de Hugo, sabiendo lo que venía, él se acomodaba con las piernas abiertas, desabrochándose el pantalón con calma mientras ella esperaba con las manos tras la espalda, cuando por fin sacaba su erección ya dura, Amelia no necesitaba instrucciones, inclinaba la cabeza y tomaba la punta entre sus labios con la misma devoción que una monja tomando la hostia
—Así mi perrita —murmuraba Hugo acariciándole el cabello mientras ella trabajaba con lengua y labios— más lento ahora
Amelia obedecía, dejando que el sabor de él llenara su boca, sus manos seguían inmóviles tras la espalda porque sabía que no debía tocarlo a menos que se lo ordenaran, a veces Hugo la hacía detenerse justo antes del climax, dejándola temblando de necesidad mientras él se levantaba y la llevaba a la cama para tomarla con una furia que la dejaba sin aliento, otras veces permitía que terminara en su boca y luego la obligaba a besarle los labios para compartir el sabor
—Eres perfecta así —le decía mientras la acomodaba en el suelo para dormir— hecha exactamente a mi medida
Y Amelia lo creía, en algún momento entre los azotes matutinos y las noches de pasión desenfrenada había descubierto una verdad sobre sí misma, servir no era un castigo, complacer no era una humillación, era lo que la hacía sentirse completa, como si cada orden cumplida, cada deseo satisfecho, fuera una pieza que encajaba perfectamente en el rompecabezas de su ser, cuando las luces se apagaban y escuchaba la respiración profunda de Hugo durmiendo sobre ella, Amelia sonreía en la oscuridad, sabiendo que al día siguiente despertaría para hacerlo todo de nuevo.
El Secreto de la Sumisión
La llamada había llegado en la madrugada, cuando Amelia dormía enroscada sobre la frazada en el suelo del cuarto de Hugo, él se había levantado en silencio, tomando el celular y saliendo al balcón para hablar sin que ella escuchara, su voz era un murmuro bajo, las palabras precisas, pero Amelia, medio dormida aún, había alcanzado a escuchar un "sí, ya está lista" antes de que el sonido de la puerta al cerrarse la sumiera de nuevo en el sueño
Dos días después, Amelia estaba arrodillada en el living, desnuda excepto por el collar rojo que nunca se quitaba, Hugo sentado en el sillón con una mano posada sobre su cabeza como si fuera un trofeo, sus dedos jugueteaban con su cabello castaño mientras ella miraba hacia abajo, sumisa, esperando sus órdenes, la puerta principal se abrió de golpe
—¡Hola! ¡Ya estoy de vuelta! —la voz de su madre resonó en la entrada
Amelia sintió que el corazón se le detenía, un escalofrío de terror le recorrió la espalda, ¿Qué hago? ¿Me cubro? ¿Corro? Pero Hugo no había dado ninguna orden, su mano seguía posada sobre su cabeza con calma, así que ella no se movió, solo levantó la vista lo suficiente para ver a su madre parada en el umbral, con un vestido elegante y una maleta junto a ella
La reacción de su madre no fue la que Amelia esperaba, no hubo gritos, no hubo indignación, solo una sonrisa lenta que se dibujó en sus labios al ver la escena, dejó caer la maleta al suelo y se acercó, moviéndose con una gracia que Amelia nunca le había visto, como si cada paso fuera calculado, hasta que se detuvo frente a Hugo y, sin decir una palabra, se arrodilló junto a su hija
—Volví, mi dueño —susurró, inclinándose para besar los pies de Hugo con una devoción que hizo que Amelia contuviera un jadeo
Hugo sonrió, acariciando la cabeza de la madre con la misma familiaridad con la que tocaba a la hija
—Qué bien, perrita —dijo, su voz grave llena de satisfacción—, tu hija es igual de puta que vos
Amelia los miró alternando entre uno y otro, los ojos muy abiertos, el corazón latiendo con fuerza en su pecho, ¿Esto era una trampa? ¿Todo fue planeado? Pero antes de que pudiera procesarlo, Hugo se levantó del sillón y tomó a ambas por los collares, el rojo de Amelia, el negro de su madre
—Vengan —ordenó, llevándolas hacia el dormitorio.
La habitación estaba iluminada solo por la luz tenue del atardecer que se filtraba entre las cortinas, Hugo las hizo parar frente a la cama, sus ojos oscuros recorriendo los cuerpos de madre e hija con posesión
—Desnúdame —le ordenó a la madre
Ella obedeció de inmediato, sus dedos ábiles desabrochando los botones de su camisa mientras Amelia observaba, todavía aturdida, cuando la camisa cayó al suelo, la madre se inclinó para deslizar los pantalones de Hugo por sus muslos musculosos, revelando su erección que ya palpitaba de anticipación, sin necesidad de órdenes, tomó la punta entre sus labios pintados, chupando con una experiencia que dejó claro que esto no era nuevo para ella
Hugo miró a Amelia mientras su madre lo servía con la boca
—¿Ves, perrita? Tu madre fue mi sumisa perfecta mucho antes que tú —dijo, tomándola del mentón—, ese viaje fue solo para que aprendieras tu lugar a su lado
Amelia sintió que algo encajaba en su mente, todas las piezas del rompecabezas tomando sentido, la forma en que Hugo había llegado a sus vidas tan fácilmente, cómo su madre nunca cuestionó sus métodos, incluso cómo él parecía conocer cada punto débil de su cuerpo desde el principio
—Ahora —continuó Hugo, separándose de la madre y señalando la cama—, acuéstense
Madre e hija obedecieron, tendiéndose una al lado de la otra, sus cuerpos similares pero no idénticos, la madre más curvilínea, la hija más esbelta, pero ambas igual de sumisas, Hugo se colocó entre ellas, sus manos grandes recorriendo cada centímetro de piel como si comparara, como si reclamara
—Tú primero —dijo a la madre, empujándola suavemente para que quedara boca abajo—, tu hija necesita ver cómo se sirve correctamente
Amelia observó, hipnotizada, mientras Hugo penetraba a su madre desde atrás, sus manos agarrando las caderas de ella con fuerza, cada embestida profunda hacía que la madre gimiera en una mezcla de placer y adoración, su rostro enterrado en las almohadas, sus palabras entrecortadas
—Sí… mi dueño… más… por favor…
Hugo no apresuró el ritmo, disfrutando cada gemido, cada contracción de su cuerpo alrededor de él, cuando finalmente llegó al clímax, gruñó y se retiró, dejando que la madre girara para limpiarlo con su lengua antes de volverse hacia Amelia
—Ahora tú —ordenó
Amelia no necesitó más invitación, se colocó en posición como había aprendido, abriendo las piernas para recibirlo, Hugo entró en ella con un solo movimiento, llenándola por completo, mientras una de sus manos se enredaba en el cabello de la madre y la guiaba hacia el clítoris de Amelia
—Haz que tu hija corra —le ordenó
Y la madre obedeció, su lengua experta trabajando sobre la hija como solo otra mujer podría hacerlo, Amelia gritó cuando el orgasmo la golpeó, su cuerpo arqueándose entre los dos, Hugo no se detuvo, continuó moviéndose dentro de ella hasta que su propio climax llegó, llenándola con un gruñido gutural.
Esa noche, por primera vez, dos frazadas estaban tendidas en el suelo del cuarto de Hugo, madre e hija se acurrucaron juntas, no como familia, sino como compañeras de sumisión, Amelia miró a su madre a los ojos y vio en ellos la misma paz que ella misma sentía, la misma realización
—¿Estás feliz, hija? —preguntó la madre en un susurro
Amelia sonrió, un gesto pequeño pero genuino
—Sí, mamá —respondió—, nunca había sido tan feliz
Y cuando las luces se apagaron y la respiración de Hugo se hizo profunda arriba de ellas, ambas durmieron con la certeza de que finalmente estaban completas, hechas para servir, para pertenecer, para ser amadas en su entrega absoluta.
Fin.

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