El amanecer acariciaba la silueta de Paula De León, conocida por todos como Paulita, mientras se erguía frente a la ventana de su apartamento. La luz matutina se filtraba entre las cortinas, pintando su piel cálida con destellos dorados. Su cabello castaño claro, suelto y ligeramente ondulado, caía sobre sus hombros como un manto sedoso, algunos mechones rebeldes enmarcando su rostro delicado. El camisón satinado de gris perlado que llevaba, adornado con encajes beige, se pegaba a su cuerpo esbelto, resaltando cada curva armoniosa: 90-60-90, una figura que habría hecho suspirar a cualquier hombre.
"¿Por qué no me han ascendido?" El pensamiento resonaba en su mente como un eco persistente. Se observó en el reflejo del cristal, ajustando el escote del camisón con gesto automático. "Llevo más de seis años aquí, desde los dieciocho. Entré como redactora, igual que las otras. Todas ascendieron… ¿por qué yo no?" Recordaba a aquellas compañeras, igual de bellas, igual de capaces —o quizás no tanto—, pero que ahora ocupaban puestos superiores. "Soy la más preparada. La más eficiente. ¿Será que no me ven?"
Con el ceño fruncido, Paulita se vistió para el trabajo: un traje ceñido que enfatizaba su cintura, medias de seda y tacones que hacían crujir el suelo con cada paso. Su belleza era un arma, pero hoy se sentía como un adorno invisible.
—Buenos días, Paulita —saludó una de las recepcionistas al verla entrar en el edificio de la multinacional.
—Buenos días —respondió ella con una sonrisa forzada, aunque por dentro hervía. "¿Cuántos años más tendré que fingir amabilidad?"
El día transcurría entre informes y correos electrónicos interminables. Las nuevas, dos chicas de dieciocho años, torpes e inexpertas, cometían errores que Paulita corregía en silencio. "Son unas niñas. Yo también fui así." Pero a diferencia de ella, aquellas chicas no cargaban con seis años de espera.
El sonido de pasos pesados la sacó de sus pensamientos. Ignacio Morales, su supervisor, pasó junto a su escritorio. Un hombre de cincuenta años, bajo, calvo, con un vientre que se abultaba bajo la camisa arrugada. Sus ojos, pequeños y voraces, se deslizaron por el escote de Paulita antes de seguir su camino.
"Jamás. Jamás me tocará un hombre así." El asco le encogió el estómago. Ignacio era todo lo que detestaba: mediocre, arrogante, con un poder que no merecía.
Al mediodía, la oficina se vació. Todos partieron al almuerzo, pero Paulita se quedó, sepultada bajo pilas de documentos que no eran suyos. "Las nuevas otra vez." Respiró hondo, decidida a terminar rápido. Necesitaba un café.
El pasillo hacia la sala de descanso estaba desierto, solo el zumbido lejano del aire acondicionado rompía el silencio. Al doblar la esquina, un ruido la detuvo: gemidos ahogados, jadeos entrecortados. Paulita se quedó paralizada.
Entre las sombras del almacén contiguo, distinguió a Ignacio, apoyado contra una mesa, los pantalones bajados hasta los tobillos. Y arrodillada frente a él, una de las nuevas: labios rojos y húmedos envolviendo su erección, sus mejillas hundiéndose con cada movimiento. La lengua de la chica recorría el largo del miembro con destreza, chupando la punta antes de hundirse de nuevo, profunda, hasta que las lágrimas asomaban en sus pestañas.
—Sí, así… no pares —gruñó Ignacio, agarrando su cabeza y empujando con más fuerza.
La escena era grotesca. El brillo de la saliva en los labios de la joven, el sonido húmedo de cada embestida, la forma en que Ignacio cerraba los ojos y tensaba el cuello, cerca del climax.
—Te voy a llenar esa boquita —murmuró, y Paulita supo que no debía seguir viendo, pero no podía apartar la mirada.
Con un gemido ronco, Ignacio se sacudió, derramándose en la boca de la chica, que tragó con obediencia, limpiando el resto con el dorso de la mano antes de sonreírle, sumisa.
Paulita retrocedió sin hacer ruido, el corazón latiéndole en el pecho como un animal enjaulado. Regresó a su escritorio, las manos temblorosas, la mente nublada. "¿Esa es la razón? ¿Así consiguen lo que quieren?"
El resto de la tarde fue un borrón. Las palabras en la pantalla se mezclaban con las imágenes que no podía borrar: la lengua de esa chica, las manos de Ignacio, su satisfacción egoísta.
—Paulita, ¿estás bien? —preguntó una compañera al ver su expresión perdida.
—Sí, solo… un dolor de cabeza —mintió.
Pero dentro de ella, algo se resquebrajaba. Algo que, tal vez, nunca podría reparar.
Desde aquel día en que había sorprendido a Ignacio Morales en el almacén, Paulita se convirtió en una observadora silenciosa, una sombra que analizaba cada movimiento, cada susurro, cada mirada cómplice en la oficina. Ya no era solo la secretaria eficiente y discreta; ahora era una mujer que buscaba respuestas, que intentaba descifrar el juego oculto detrás de los ascensos, de los favores, de las sonrisas demasiado dulces de sus compañeras hacia el supervisor.
Las redactoras eran el escalón más bajo en la jerarquía de la multinacional, pero Paulita sabía que, con el tiempo y las habilidades adecuadas, podían ascender. Ella había invertido años en cursos de administración, redacción ejecutiva, incluso en diplomados en relaciones públicas. Ahora, mientras cursaba economía en la universidad —aunque a un ritmo lento por la falta de tiempo—, se preguntaba si todo su esfuerzo había sido en vano. "¿De qué sirve estudiar si al final lo que importa es esto?"
Sus ojos, antes concentrados en su trabajo, ahora escudriñaban cada rincón de la oficina. Notaba cómo algunas de sus compañeras, especialmente las más jóvenes, buscaban excusas para acercarse a Morales, cómo sus risas eran un poco más altas cuando él estaba cerca, cómo sus miradas bajaban coquetamente cuando él las elogiaba. Paulita lo veía todo, y cada detalle la enfurecía un poco más.
Una semana después del primer incidente, el destino —o quizás su propia curiosidad— la llevó a presenciar otra escena.
Era tarde, casi la hora de salida, y la mayoría de los empleados ya se habían ido. Paulita fingió revisar unos documentos mientras vigilaba a Morales desde el rabillo del ojo. Él se dirigió hacia uno de los despachos vacíos, aquel que solo se usaba para reuniones esporádicas. Lo curioso fue que, minutos después, una de las nuevas redactoras, una chica de cabello oscuro y sonrisa tímida, entró tras él con disimulo.
Paulita esperó unos segundos antes de seguirla, moviéndose con sigilo, como si el más mínimo ruido pudiera delatarla. Al acercarse a la puerta entreabierta, escuchó jadeos entrecortados, el crujido de la madera bajo un peso repentino.
—No aquí, señor Morales… alguien podría vernos —susurró la chica, pero su voz temblaba, no de miedo, sino de excitación.
—Nadie queda a esta hora —respondió él, ronco, ya sin la autoridad fingida que usaba en las reuniones.
Paulita se asomó lo justo para ver. La chica estaba sentada sobre el escritorio, las piernas abiertas, la falda subida hasta la cintura. Morales, entre sus muslos, desabrochaba su propio cinturón con manos impacientes.
—Apúrate —murmuró ella, mordiendo su labio inferior.
Él no necesitó más invitación. Con un movimiento brusco, le bajó las bragas y la penetró de golpe, haciendo que la chica arquease la espalda con un gemido ahogado.
—Así… así —jadeó ella, enredando los dedos en su pelo escaso.
Morales no era un amante delicado. Sus movimientos eran rápidos, casi animales, empujando una y otra vez con una fuerza que hacía tambalear el escritorio. La chica se aferraba al borde de la mesa, los músculos de sus muslos tensos, los senos balanceándose bajo la blusa desordenada.
—Eres una putita, ¿verdad? —gruñó él, agarrándola de las caderas para clavar cada embestida con más fuerza.
—Sí… sí —admitió ella, sin vergüenza, perdida en el placer.
Paulita no podía apartar la mirada. No era solo el acto en sí, sino la crudeza de la escena, la forma en que Morales dominaba a la chica, la manera en que ella se entregaba sin resistirse. Pero lo que más la sorprendió fue el miembro de él: no era especialmente largo, pero sí grueso, tan ancho que la chica jadeaba con cada movimiento, como si cada centímetro la estirara hasta el límite.
"Que verga gorda tiene." El pensamiento cruzó su mente antes de que pudiera detenerlo. Se sintió avergonzada por haberlo notado, por haberlo… admirado, incluso por un segundo.
Morales aceleró el ritmo, sus gruñidos cada vez más guturales. La chica gimió, las uñas clavándose en sus hombros, las piernas temblando.
—Voy a… voy a… —no terminó la frase. Un espasmo la recorrió, y Morales, con un último empujón, la llenó antes de separarse, jadeante.
Paulita retrocedió antes de que pudieran descubrirla, pero esta vez no se fue con asco. Esta vez, algo dentro de ella se había removido, algo que no entendía del todo.
Regresó a su escritorio con las mejillas ardientes, el corazón acelerado. "¿Es así como funciona todo aquí?" La pregunta resonaba en su cabeza mientras recogía sus cosas.
El invierno se aferraba a la ciudad con dedos gélidos, y el aire matutino cortaba como cuchillas al entrar por las ventanas mal selladas de la oficina. Paulita, envuelta en un abrigo de lana fina que apenas mitigaba el frío, observaba con los brazos cruzados cómo sus compañeras se agrupaban alrededor del café caliente, sus risas formando pequeñas nubes de vapor en el aire. La rutina de siempre, hasta que la voz de Ignacio Morales resonó con una autoridad que hacía eco en las paredes de cristal.
—¡Atención, por favor! —su tono era el de un general anunciando una batalla, y todas las cabezas giraron hacia él.
Paulita no pudo evitar notar cómo algunas de las más jóvenes se enderezaban, como si su cuerpo respondiera instintivamente a la promesa de atención masculina. Morales, con su traje mal ajustado y su calva brillante bajo los fluorescentes, parecía hincharse bajo esas miradas.
—Tenemos noticias importantes —continuó, deslizando los dedos por el nudo de su corbata—. Hay un superior buscando una nueva secretaria ejecutiva. Solo una plaza, pero me han ordenado presentar tres candidatas.
El silencio fue instantáneo. Paulita sintió cómo sus uñas se clavaban en las palmas de sus manos.
—Las elegidas son… —hizo una pausa dramática, como si disfrutara de la tensión que creaba—: Valeria, Luciana y Camila.
El aire se le atoró en la garganta a Paulita. Dos de esos nombres le eran demasiado familiares: las mismas chicas que había visto retorciéndose bajo Morales en el almacén y en el despacho vacío. La tercera, Camila, seguramente también tenía sus "favorcitos" ocultos.
Las tres jóvenes estallaron en risitas nerviosas, abrazándose como si ya hubieran ganado. Paulita las observó con una mezcla de asco y envidia. Valeria, la más descarada de las tres, lanzó una mirada triunfal a su alrededor, como si supiera que las demás estaban calculando cuántas veces se habían arrodillado para merecer esa oportunidad.
—¡Felicidades, chicas! —Morales sonrió, mostrando una hilera de dientes amarillentos—. Prepárense, porque la entrevista será la próxima semana.
Paulita tuvo que morderse el labio con fuerza para no gritar. El sabor a sangre metálica se mezcló con su rabia. "No me voy a coger a ese pelado", se repetía, como un mantra. Pero otra parte de su mente, más fría y calculadora, empezaba a trazar líneas que nunca antes había considerado.
—Ah, y para las que no fueron seleccionadas —añadió Morales, con una sonrisa que pretendía ser alentadora—, no se desanimen. El mes que viene habrá otro posible ascenso. Sigan esforzándose.
El mensaje era claro: sigan compitiendo, sigan buscando mi favor.
Paulita apretó la mandíbula. Tenía veinticuatro años, era hermosa, inteligente, y había trabajado más duro que cualquiera de esas niñas. ¿De verdad estaba considerando lo que creía que estaba considerando?
—¡Paulita, felicítalas! —una compañera le dio un codazo, sacándola de sus pensamientos.
—Claro —respondió mecánicamente, forzando una sonrisa mientras se acercaba al grupo.
—¡Gracias! —Valeria le lanzó una mirada de superioridad—. Ojalá pronto sea tu turno.
Paulita sintió que algo dentro de ella se resquebrajaba.
Al día siguiente, todo fue peor.
Llegaron tres nuevas empleadas, todas de dieciocho años, todas con sonrisas frescas y cuerpos esbeltos que llenaban los vestidos ajustados de una manera casi obscena. Pero lo más revelador fue cómo, apenas pusieron un pie en la oficina, sus ojos buscaron a Morales. Y cuando lo encontraron, le sonrieron. No con respeto, no con timidez, sino con una complicidad que hizo que Paulita se sintiera como una ingenua.
"¿Estas pendejas entienden mejor el juego que yo?"
La pregunta la persiguió todo el día, incluso cuando intentaba concentrarse en sus informes. Observó cómo las nuevas se acercaban a Morales con excusas ridículas, cómo se inclinaban sobre su escritorio para mostrar generosos escotes, cómo reían demasiado fuerte ante sus chistes malos.
Y entonces, como si una cortina se hubiera descorrido, Paulita lo entendió todo.
No se trataba de méritos. No se trataba de esfuerzo. Era un juego, uno sucio y antiguo, y ella había estado jugando con las reglas equivocadas.
Esa noche, mientras se miraba en el espejo de su baño, dejó que el agua fría corriera por sus muñecas, intentando calmar el fuego que ardía en su interior. Su reflejo le devolvió la imagen de una mujer que ya no estaba dispuesta a perder.
—Hasta la cima —susurró, y esta vez, no hubo duda en su voz—. No me importa lo que tenga que hacer.
El juego había cambiado. Y Paulita, por primera vez, estaba lista para jugar.
Continuara...

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