El Pecado del Ascenso - Parte 2

 


El sol apenas comenzaba a filtrarse entre los edificios cuando Paulita se paró frente al espejo de su dormitorio, observando cada detalle de su transformación. No era la secretaria eficiente y discreta de siempre. Hoy, cada prenda había sido seleccionada con la precisión de una estratega preparándose para la batalla. 


Se colocó un vestido ceñido de color vino tinto, una tela que caía como líquido sobre sus curvas, resaltando cada línea de su figura esbelta. El escote en V era lo suficientemente profundo para insinuar sin revelar, y la falda, corta pero no vulgar, se movía con cada paso, mostrando apenas un destello de sus muslos tersos. Las medias de red negras dibujaban patrones sobre su piel dorada, terminando en unos tacones aguja que añadían varios centímetros a su ya imponente estatura. 


Su cabello, normalmente recogido en un discreto moño, hoy caía en ondas sueltas sobre sus hombros, brillando bajo la luz como seda recién lavada. Los labios, pintados de un rojo intenso, contrastaban con el delineado sutil de sus ojos, que parecían más verdes que nunca. 


"Si quieren jugar, jugaré mejor que todas." 


El perfume que eligió era embriagador, notas de vainilla y jazmín que dejaban un rastro a su paso. No había dejado nada al azar.


La oficina pareció detenerse cuando entró. Los murmullos se esfumaron, las miradas se clavaron en ella, y hasta el aire pareció volverse más denso. Paulita caminó con una seguridad que nunca antes había mostrado, sintiendo el peso de las miradas masculinas y el resentimiento femenino. 


—¡Paulita! ¿Qué… qué especial es hoy? —preguntó una compañera, tratando de disimular su asombro. 


—Nada especial —respondió ella, dejando caer las palabras como pétalos—. Solo quería cambiar un poco. 


Pero su objetivo no era impresionar a las demás. 


Ignacio Morales estaba en su oficina, rodeado, como siempre, de sus adoradoras más jóvenes. Paulita pasó frente a su puerta abierta, rozando deliberadamente el marco con sus uñas recién pintadas. Él levantó la vista, y por un segundo, sus ojos se ensancharon. 


Ella no se detuvo. Sabía que el primer movimiento debía ser suyo.


Todo el día fue una coreografía cuidadosa. En la sala de café, "accidentalmente" rozó su mano al tomar la azucarera. 


—Disculpe, señor Morales —murmuró, bajando las pestañas con una modestia que sabía falsa. 


—No hay problema, Paulita —respondió él, pero su voz sonó más áspera de lo habitual. 


En el almuerzo, buscó sentarse cerca de su mesa habitual, cruzando y descruzando las piernas con lentitud calculada. Vio cómo su mirada se desviaba hacia ella más de una vez, pero siempre, siempre, había una de las jóvenes interponiéndose, riendo demasiado cerca de su oído, tocando su brazo con fingida inocencia. 


—Paulita, ¿me ayudas con este informe? —preguntó una de las nuevas, Luciana, con voz de niña perdida. 


—Hoy no puedo —respondió ella, sin mirarla—. Tengo demasiado trabajo. 


—Pero tú siempre nos ayudas… 


—Pues hoy no. 


El mensaje era claro: ya no era la compasiva. Ya no era la que cargaba con el trabajo de las demás. 


Por la tarde, desde su escritorio, vio cómo Valeria se inclinaba sobre el escritorio de Morales, sus dedos "accidentalmente" rozando el bulto que se marcaba bajo su pantalón. Él no la apartó. Al contrario, su mano descendió para pellizcarle las nalgas con una familiaridad que hizo hervir la sangre de Paulita. 


"¿En serio tengo que competir con estas zorras?" 


Pero no se rendiría.


El estacionamiento subterráneo estaba casi vacío cuando Paulita tomó posición junto al auto de Morales, un sedán negro tan poco inspirador como su dueño. El eco de sus tacones resonó contra el concreto cuando él apareció, sorprendiéndola al verla allí. 


—Paulita —dijo, deteniéndose a unos pasos—. ¿Qué haces aquí? 


—Necesitaba hablar con usted, señor Morales —respondió, manteniendo la voz firme aunque sus palmas sudaban—. En privado. 


Él se cruzó de brazos, estudiándola como si fuera un insecto bajo un microscopio. 


—Habla. 


—Quiero una oportunidad —dijo, sin rodeos—. Seis años aquí, y nunca he tenido un ascenso. Soy la más preparada, la más eficiente. 


Morales soltó una risa cortante. 


—¿Y ahora te interesa ascender? —preguntó, acercándose—. Qué raro este cambio de actitud, Paulita. Pensé que eras diferente. 


—Todos cambiamos. 


—No —él negó con la cabeza—. No es así como funciona. Las cosas no se piden. Se ganan. 


El doble sentido flotó entre ellos, pesado como el humo. Paulita sintió cómo la rabia se mezclaba con algo más, algo oscuro y excitante. 


—Entonces dígame cómo ganarlas —susurró. 


Morales la miró por un largo momento, y luego, con movimientos deliberadamente lentos, bajó el cierre de su pantalón. 


—Vamos a ver si estás dispuesta a todo. 


El desafío estaba lanzado. Y Paulita, por primera vez en su vida, no estaba segura de si quería ganar… o simplemente dejar de resistirse.


El aire en el estacionamiento subterráneo olía a gasolina y hormigón frío cuando Paulita sintió cómo el mundo se reducía al espacio entre su cuerpo y el de Morales. Sus tacones resonaban contra el pavimento mientras daba esos últimos pasos que la separaban de su supervisor, cada clic de sus zapatos marcando el ritmo de su caída. El corazón le latía con tal fuerza que podía sentirlo en las sienes, un tambor de guerra que anunciaba la batalla que libraba consigo misma. 


"Odio este olor a cigarrillo barato que despide", pensó mientras se acercaba, notando cómo su perfume caro se mezclaba con el aroma a tabaco rancio que impregnaba la ropa de él. Sus manos, siempre tan seguras al teclear informes, ahora temblaban levemente al extenderse hacia el bulto que se marcaba en los pantalones de Morales. El tacto de la tela áspera bajo sus yemas de los dedos le produjo un escalofrío que recorrió su espina dorsal. 


—Siempre fuiste una puta —susurró Morales mientras ella desabotonaba su pantalón con movimientos torpes—, pero lo ocultas muy bien. 


Las palabras deberían haberla hecho retroceder. Deberían haberle devuelto el orgullo que la caracterizaba. En cambio, sintió cómo algo en su interior se contraía, no de indignación, sino de una excitación vergonzante que la enfurecía. No respondió. Se limitó a tragar saliva, notando cómo su boca se secaba mientras el miembro de Morales quedaba al descubierto. 


"¿En qué momento mi vida llegó a esto?", se preguntó mientras se arrodillaba sobre el frío cemento del estacionamiento. El dolor en sus rodillas era real, tangible, algo a lo que podía aferrarse para no perder por completo el contacto con la realidad. El olor a testosterona y sudor le llegó antes de que sus labios hicieran contacto, un aroma primitivo que le revolvió el estómago y, para su horror, humedeció entre sus piernas. 


El primer contacto fue eléctrico. La piel del glande estaba caliente bajo sus labios, más suave de lo que imaginaba. Paulita cerró los ojos con fuerza cuando introdujo la punta en su boca, saboreando el sabor salado que ya empezaba a impregnar su lengua. Sus uñas se clavaron en los muslos de Morales cuando él le agarro la cabeza, no con violencia, pero sí con una firmeza que no admitía negativas. 


—Así, putita —murmuró él mientras ella comenzaba a mover la cabeza—. Finalmente haciendo lo que naciste para hacer. 


Cada palabra soez era un latigazo que la hacía estremecerse. Paulita notó con horror cómo sus pezones se endurecían bajo el vestido, cómo su respiración se aceleraba al ritmo de los empujones de Morales. La vergüenza se mezclaba con una perversa satisfacción cada vez que escuchaba un gruñido de placer salir de aquel hombre al que tanto había despreciado. 


Sus mejillas se hundían con cada embestida, la saliva acumulándose en las comisuras de sus labios. Paulita descubrió, para su vergüenza, que era buena en esto. Su lengua trazaba círculos en la base mientras sus labios creaban un vacío perfecto, una técnica aprendida en miradas furtivas a videos que jamás admitiría haber visto. El sabor precum se mezclaba con su lápiz labial, manchando tanto su boca como su dignidad. 


—Mírame —ordenó Morales, tirándole del pelo para que alzara la vista. 


Paulita obedeció, y al ver el rostro congestionado de placer de su supervisor, sintió una oleada de poder que la sorprendió. Ella lo tenía así, a su merced, aunque fuera él quien dirigiera el juego. Las lágrimas que asomaban en sus pestañas no eran solo de humillación, sino de una excitación que la aterraba. 


—Te gusta, ¿verdad? —jadeó Morales, acelerando el ritmo—. A la perfecta Paulita le encanta chupar verga como una golfa de club nocturno. 


Cada palabra soez era como un clavo en su orgullo, y sin embargo, notó cómo su entrepierna respondía con una humedad traicionera. El vestido de seda se le pegaba a la espalda sudorosa, los tacones empezaban a molestarle, pero nada de eso importaba mientras sentía cómo Morales se tensaba, acercándose al climax. 


—Traga todo —ordenó con voz ronca—. Demuéstrame lo putita que sos. 


El momento culminante llegó con un gruñido animal. Paulita cerró los ojos cuando el sabor amargo inundó su boca, tragando con dificultad mientras sentía cómo algunas gotas escapaban por su barbilla. El olor a sexo y sumisión llenaba el aire entre ellos, más denso que la niebla matutina.


El eco de los pasos de Morales alejándose se mezclaba con el zumbido de los fluorescentes en el estacionamiento cuando, de pronto, sus tacones giraron sobre el concreto frío. Paulita apenas tuvo tiempo de levantar la vista antes de que una mano se enredara en su cabello, arrancándole un grito ahogado que rebotó contra las paredes de cemento. El dolor fue agudo, punzante, pero lo que la dejó sin aliento fue la mirada de Morales: ojos oscuros, casi negros, brillando con un placer perverso que hizo que su estómago se contrajera. 


—¿Creíste que esto terminaba con una mamada, princesa? —escupió las palabras mientras la arrastraba hacia el capó del auto, su voz áspera como papel de lija—. Solo estamos empezando. 


El metal frío del capó le quemó la piel a través de la delgada tela del vestido cuando Morales la empujó contra él. Paulita intentó girarse, pero una mano plana se estrelló contra su nalga derecha con un chasquido que resonó como un disparo. El dolor fue inmediato, seguido de un calor que se extendió como lava bajo su piel. 


—¡Ah! —escapó de sus labios antes de poder detenerse. 


—Te gusta, ¿verdad, putita? —otra nalgada, más fuerte esta vez, dejando una marca roja que brillaba bajo la luz fluorescente—. Respóndeme. 


Paulita tragó saliva, sintiendo cómo la humedad entre sus piernas traicionaba su vergüenza. 


—Sí —susurró, enterrando las uñas en el capó del auto. 


"¿Cuándo admití esto? ¿Cuándo acepté que me excita que me traten como a esto?" El pensamiento cruzó su mente como un relámpago mientras Morales le subía el vestido por la cintura, exponiendo sus nalgas enrojecidas y las bragas de encaje negras, ya húmedas y pegadas a su piel. 


—Mierda —gruñó Morales al ver el estado de sus bragas—. Estás chorreando como una perra en celo. 


Sus dedos se engancharon en la tela y la rasgaron con un movimiento brusco, dejando su sexo al descubierto. El aire frío del estacionamiento le hizo estremecer la piel, pero nada comparado con el escalofrío que sintió cuando la punta del miembro de Morales rozó sus labios húmedos. 


—No aquí —murmuró Paulita, volviendo la cabeza para mirarlo—. No como una puta barata en un estacionamiento... 


Morales respondió con una risa gutural y un empujón brutal que la hizo arquear la espalda. 


—Exactamente como la puta barata que eres —susurró en su oído antes de hundirse en ella de un solo movimiento. 


El grito de Paulita se perdió entre el ruido del motor de un auto arrancando en algún lugar del estacionamiento. Morales no le dio tiempo a adaptarse; sus caderas comenzaron a moverse con un ritmo salvaje, cada embestida haciendo que el auto se balanceara ligeramente. Las manos de él se aferraban a sus caderas con tanta fuerza que sabría que tendría moretes al día siguiente. 


—Mírate —gruñó Morales, tirando de su pelo para obligarla a mirar el reflejo distorsionado en la ventana de un auto cercano—. ¿Ves? Esto es lo que eres. 


Paulita vio su propia imagen: labios manchados de lápiz labial, pelo revuelto, ojos vidriosos de placer. Pero lo peor era cómo su cuerpo respondía, cómo sus caderas comenzaron a moverse al ritmo de las de él, buscando más, siempre más. 


—Sí, sí, así —jadeó Morales, sintiendo cómo se apretaba alrededor de él—. Toma toda mi verga, puta. ¿Es esto lo que querías todos estos años? 


Cada palabra era un cuchillo en su orgullo, pero cada insulto la acercaba más al borde. Paulita sintió cómo el orgasmo comenzaba a construirse en su base de su espina dorsal, una presión que crecía con cada empujón brutal. Morales lo notó y redobló sus esfuerzos, cambiando el ángulo para golpear ese punto dentro de ella que hacía que viera estrellas. 


—Vas a venir, ¿verdad? —susurró, clavándole las uñas en las caderas—. Vamos, demuéstrame lo zorra que eres. 


El orgasmo la golpeó como un tren, sacudiendo su cuerpo con tal fuerza que tuvo que morderse el labio para no gritar. Las contracciones eran tan intensas que casi dolían, cada una extrayendo más placer de lo que creía posible. Morales no se detuvo; al contrario, usó cada espasmo para su propio placer, acelerando el ritmo hasta que su respiración se volvió irregular. 


—Ahí viene, puta —gruñó, clavándose hasta el fondo—. Toma todo. 


Paulita sintió el calor inundándola, las pulsaciones dentro de sí mientras Morales se vaciaba con un gruñido animal. Permanecieron así por un momento, jadeando, sus cuerpos pegajosos de sudor y otros fluidos. 


Cuando Morales finalmente se separó, Paulita apenas pudo sostenerse. Sus piernas temblaban como gelatina, sus bragas destrozadas colgando de un tobillo. Morales se ajustó los pantalones con una sonrisa que le heló la sangre. 


—Empezaste bien el primer día de prueba —dijo, abriendo la puerta del auto—. Pero te falta un mes entero para demostrar que mereces ese ascenso. 


El motor rugió a la vida antes de que Paulita pudiera responder. El auto comenzó a moverse, obligándola a bajarse del capó antes de que la dejara atrás. Cayó de malas maneras sobre sus tacones, apenas logrando mantener el equilibrio mientras el auto de Morales desaparecía en la rampa de salida. 


El estacionamiento estaba en silencio otra vez, solo el sonido de su respiración entrecortada rompiendo el vacío. Paulita se tocó los labios hinchados, sintiendo el sabor a sexo y lápiz labial. Su cuerpo estaba dolorido, marcado, su ropa arrugada y manchada. Pero lo más aterrador no era la humillación, ni siquiera el dolor. 


Era el hecho de que, mientras se acomodaba el vestido y buscaba sus bragas destrozadas, ya estaba contando las horas hasta la próxima vez. Diciéndose a sí misma “Voy a conseguir el acenso” 


 


Continuara... 

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