La puerta de su apartamento se cerró con un golpe sordo cuando Paulita entró, dejando caer el bolso al suelo como si pesara toneladas. Las lágrimas no tardaron en brotar, calientes y silenciosas, resbalando por sus mejillas y cayendo sobre el vestido arrugado que aún olía a sexo y humillación. Se dejó caer en el sofá, hundiendo el rostro entre las manos, pero no lloraba por lo que había hecho, no lloraba por haber cedido, ni siquiera lloraba por haber sido tratada como una puta en ese estacionamiento frío y desolado.
Lloraba porque le había gustado.
Porque cada insulto, cada nalgada, cada embestida brutal de ese hombre al que siempre había despreciado, había encendido algo dentro de ella que no podía apagar.
"¿Qué mierda me pasa?" se preguntó, frotándose los ojos con furia, como si pudiera borrar la imagen de Morales encima de ella, de su verga gruesa llenándola, de su voz áspera susurrándole cosas que jamás habría admitido que quería escuchar.
Se levantó bruscamente y se dirigió al baño, arrancándose el vestido con movimientos bruscos. El espejo le devolvió la imagen de una mujer marcada: labios hinchados, pelo revuelto, moretones en forma de dedos en sus caderas. Bajó la mirada, viendo las manchas secas entre sus muslos, la prueba física de su traición a sí misma.
El agua de la ducha estuvo tan caliente que casi quemó, pero no bastó para limpiar la sensación de sucio placer que se aferraba a su piel.
A la mañana siguiente, Paulita se despertó antes que el sol. No había dormido bien, pero algo en ella había cambiado. Una determinación fría, casi calculadora, había reemplazado la vergüenza de la noche anterior.
Se miró en el espejo del baño mientras se cepillaba los dientes, analizando su reflejo con ojos críticos.
"Si esto es el juego, lo jugaré mejor que nadie."
Se depiló con cuidado, se hidrató la piel con una loción que olía a vainilla y canela, y luego se dirigió al clóset. Hoy no iba a vestirse para impresionar. Iba a vestirse para dominar.
Escogió una blusa blanca de seda, lo suficientemente translúcida como para insinuar el color rosado de sus pezones, pero lo bastante elegante para mantener las apariencias. La falda, negra y ajustada, se detenía justo por encima de las rodillas, y las medias de red negras brillaban bajo la luz del baño cuando se las ajustó. Los tacones, de aguja fina, añadían una peligrosidad a su caminar que no pasaría desapercibida.
Se maquilló con precisión: ojos ahumados, labios rojos carmesí, pestañas postizas que hacían que su mirada pareciera más intensa. Cuando terminó, el espejo le devolvió la imagen de una mujer que sabía exactamente lo que valía… y exactamente lo que estaba dispuesta a hacer para conseguirlo.
Llegó a la oficina antes que nadie, salvo el guardia de seguridad, que no pudo evitar mirarla con descaro cuando pasó. Paulita no le prestó atención. Sabía adónde iba.
Apenas llegó a su escritorio, antes incluso de sentarse, la voz de Morales resonó desde su oficina.
—Paulita. Entra.
No era una invitación. Era una orden.
Ella respiró hondo, ajustó invisiblemente su postura, y caminó hacia la oficina con pasos firmes. Al entrar, cerró la puerta tras de sí con un clic suave.
—Buenos días, señor Morales —dijo, con una dulzura que no llegaba a sus ojos.
Morales estaba sentado tras su escritorio, las piernas abiertas, los dedos entrelazados sobre el vientre. La miró de arriba abajo, una sonrisa lenta extendiéndose en su rostro.
—Buenos días, Paulita —respondió, y luego, sin más preámbulos, bajó el cierre de su pantalón.
Ella no necesitó más instrucciones.
Con movimientos fluidos, se arrodilló frente a él, las medias de red rozando la alfombra. Sus manos, suaves y hábiles, liberaron su erección, ya dura y palpitante. Paulita no dudó. Inclinó la cabeza y tomó la punta entre sus labios, saboreando el sabor salado que ya conocía demasiado bien.
—Así —murmuró Morales, hundiendo los dedos en su pelo—. Tan buena puta cuando quieres.
Paulita no respondió. En lugar de eso, hundió la cabeza, tomándolo completo hasta que la punta rozó su garganta. Morales gruñó, sus caderas empujando hacia arriba, pero ella no se ahogó. Había practicado.
Una de sus manos subió hasta su pecho, encontrando el pezón endurecido a través de la blusa de seda. Lo pellizcó con fuerza, haciendo que Paulita arquease la espalda, pero no se detuvo. Continuó moviéndose, lenta al principio, luego más rápida, su lengua trazando círculos en la base cada vez que retrocedía.
—Mierda —Morales cerró los ojos, disfrutando cada segundo—. Eres mejor de lo que pensé.
En ese momento, la puerta de la oficina se abrió.
Paulita intentó retroceder, pero Morales le apretó la cabeza, manteniéndola en su lugar.
—Buenos días, señor Morales —dijo una voz femenina, dulce y juvenil. Era una de las nuevas, Valeria, la misma que Paulita había visto en el almacén.
—Buenos días, Valeria —respondió Morales, como si no tuviera a Paulita ahogándose en su regazo—. ¿Necesitas algo?
Paulita sentía las lágrimas quemándole los ojos, la vergüenza subiéndole por el cuello como una marea roja. Pero Morales no la soltaba. Al contrario, empujó su cabeza más abajo, haciéndola tragar más.
—Nada importante —dijo Valeria, y Paulita podía escuchar la sonrisa en su voz—. Solo quería recordarle lo de la reunión de esta tarde.
—No lo olvidaré —Morales respondió, su voz apenas entrecortada—. Ahora, si no te importa…
—Claro, claro —Valeria rió suavemente—. Volveré más tarde.
La puerta se cerró, pero Morales no permitió que Paulita se separara hasta que terminó, llenándole la garganta con un gruñido gutural.
Cuando finalmente la liberó, Paulita tosió, tragando con dificultad mientras el sabor amargo inundaba su boca.
—Todos los días a esta hora —dijo Morales, acomodándose los pantalones—. Ese será tu nuevo trabajo.
Paulita se puso de pie, limpiándose los labios con el dorso de la mano.
—Muchas gracias por tan grato trabajo —respondió, con una sonrisa que no llegaba a sus ojos.
Por dentro, lo maldecía. Por dentro, lo despreciaba. Pero también, en algún lugar oscuro y secreto, ya contaba las horas hasta la próxima vez.
Al salir de la oficina, el sabor de Morales aún en su boca supo que se tenía que acostumbrar a su sabor, desde ahora ella le pertenecía a él.
El día avanzaba con una normalidad engañosa en la oficina. Paulita había cumplido con su "tarea matutina" en la oficina de Morales, y ahora, sentada en su escritorio, observaba con ojos críticos cómo una tras otra, las jóvenes pasaban por la puerta de su supervisor con excusas débiles y sonrisas demasiado dulces. Valeria, Luciana, Camila—todas entraban "a conversar" y salían con los labios hinchados, el pelo ligeramente desordenado, o ese brillo particular en los ojos que Paulita ya reconocía demasiado bien.
"Parece un puterío de puertas abiertas", pensó, mordiendo suavemente el capuchón de su bolígrafo mientras redactaba un informe que ya había terminado horas antes. Pero no podía juzgarlas. No después de lo que había hecho esa misma mañana.
El timbre del teléfono en su escritorio la sobresaltó.
—Paulita —la voz de Morales al otro lado era áspera, autoritaria—. Ven al baño de ejecutivos. Ahora.
La línea se cortó antes de que ella pudiera responder. Paulita dejó el auricular lentamente, sintiendo cómo un escalofrío recorría su columna. Sabía exactamente lo que eso significaba.
El baño de ejecutivos estaba en un ala apartada, reservado para los altos mandos. Paulita empujó la puerta con cuidado, encontrándose con Morales ya esperándola, apoyado contra el lavabo de mármol, la corbata floja y la mirada oscura.
—Cierra con llave —ordenó.
Ella obedeció, escuchando el clic definitivo del pestillo antes de volverse hacia él.
—¿Qué... qué querías, señor Morales? —preguntó, aunque sabía la respuesta.
Morales no habló. En dos pasos estaba frente a ella, sus manos agarrando la blusa de seda y rasgándola con un movimiento brusco. Los botones saltaron, chocando contra las paredes de azulejos como pequeñas balas.
—Hoy vamos a probar algo nuevo —susurró, mientras sus dedos descendían por su cuerpo, deteniéndose en la cintura de su falda—. Algo que ninguna de esas zorritas tiene el valor de darme.
Paulita sintió cómo el aire se le atoraba en la garganta cuando Morales la giró bruscamente, empujándola contra el lavabo. El mármol frío le quemó la piel desnuda del estómago mientras él le bajaba la falda y las medias de red hasta los tobillos.
—Por favor... —murmuró. —Por el culo no— Esto último casi que lo escucho toda la oficina.
Morales no respondió. En lugar de eso, sus dedos se hundieron entre sus piernas, encontrándola ya húmeda, lista.
—Mentira que no lo quieres —gruñó, frotando sus dedos antes de llevárselos a la boca—. Sabía que eras una perra, pero esto...
Un golpe seco en sus nalgas la hizo arquearse. Paulita gimió, sintiendo cómo el dolor se mezclaba con esa excitación vergonzante que ya empezaba a conocer demasiado bien.
—No aquí... no así... —susurró, pero Morales ya estaba desabrochando su cinturón.
—Cállate y relájate —ordenó, escupiendo en su mano antes de frotar su miembro ya erecto—. Va a doler.
Y dolió.
La primera embestida fue brutal, un fuego cegador que hizo que Paulita gritara, sus uñas arañando el mármol inútilmente. Morales no se detuvo. La tomó de las caderas, clavando sus dedos en su carne mientras se hundía más y más, estirándola de una manera que jamás había imaginado posible.
—Dios... —jadeó Paulita, sintiendo cómo las lágrimas corrían por su rostro—. Para... por favor...
Pero Morales no iba a parar. Al contrario, comenzó a moverse, cada empujón una mezcla de agonía y placer que hacía que Paulita viera estrellas. Era demasiado, era invasivo, era humillante... y sin embargo, algo dentro de ella respondía, adaptándose, aceptando.
—Así duele, ¿verdad, putita? —susurró Morales, inclinándose sobre su espalda para morderle el hombro—. Pero ya estás goteando.
Era verdad. Paulita podía sentir cómo su propio cuerpo lo traicionaba, cómo la humedad entre sus piernas aumentaba a pesar del dolor, a pesar de la vergüenza.
Morales lo notó y redobló sus esfuerzos, cambiando el ángulo para golpear un lugar dentro de ella que hizo que su visión se nublara.
—¡Ah! —gritó Paulita, sin poder contenerlo—. No... no puedo...
—Sí puedes —gruñó Morales, acelerando el ritmo—. Y vas a venirte como la perra anal que eres.
El orgasmo la tomó por sorpresa, sacudiendo su cuerpo con una intensidad que jamás había experimentado. Fue como si cada nervio estuviera en llamas, cada músculo se contraía sin su permiso, mientras Morales continuaba usándola, jadeando como un animal cerca del climax.
—Toma —gruñó, clavándose hasta el fondo—. Toma toda mi leche, puta.
Paulita sintió el calor inundándola, las pulsaciones dentro de sí mientras Morales se vaciaba con un gruñido que resonó en las paredes del baño. Permanecieron así por un largo momento, jadeando, sus cuerpos pegajosos de sudor y otros fluidos.
Cuando finalmente se separó, Paulita apenas pudo sostenerse. Sus piernas temblaban, su respiración era irregular, y el dolor entre sus nalgas era una presencia constante.
Morales se ajustó los pantalones con una sonrisa de satisfacción antes de acariciarle la cabeza como si fuera una mascota obediente.
—Fuiste una buena niña —dijo, casi con cariño—. Te dejo ir antes de tiempo del trabajo.
Paulita, todavía jadeando, desnuda, sucia y humillada, logró reunir las fuerzas para sonreír.
—Qué supervisor tan bueno tengo —murmuró, con una voz que sonaba rota pero sincera.
Porque en algún lugar oscuro de su mente, una parte de ella ya sabía que volvería al día siguiente. Y al otro. Y al otro.
Porque ahora, por primera vez en su vida, Paulita entendía el verdadero significado de la palabra "sumisión".
Continuara...

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