La falsa normalidad del día se extendía como una manta pesada sobre Oriana. Había ayudado a María a lavar los platos después del almuerzo, un almuerzo donde la conversación había girado en torno al clima y el precio del ganado, como si esa mañana no hubiera presenciado a madre e hija arrodilladas ante el patriarca. Cada risa de su tía, cada gesto doméstico, era un recordatorio de la doble vida que llevaban, una vida donde lo profano y lo cotidiano se fundían en una misma realidad. Y lo más desconcertante para Oriana no era lo que ocurría a su alrededor, sino su propia reacción. Buscaba dentro de sí el asco, la indignación, el horror que sabía, racionalmente, debería sentir. Pero solo encontraba una confusión profunda y un eco persistente de excitación, un calor bajo la piel que se avivaba con cada recuerdo de Benjamín, de la escena del río, de la devoción en la cocina. "¿Qué me está pasando?", se preguntaba, atormentada. "¿Por qué esto no me molesta? ¿Qué hay de malo en mí?".
La siesta era una institución en la casa. Después del almuerzo, todo actividad cesaba. Roque y Benjamín se recostaban en sus habitaciones o a la sombra del corredor, María se echaba un rato en su cuarto, y Noelia, presumiblemente, hacía lo mismo. Oriana, aunque en Buenos Aires jamás habría cerrado los ojos a esa hora, sintió que era otra regla tácita que debía seguir. No quería llevar la contraria, no quería destacar. Anhelaba fundirse en la pared, ser invisible por un rato, escapar del torbellino de sus pensamientos.
Entró en su habitación, que ahora sentía cargada de las energías de Benjamín y de sus propias fantasías nocturnas. Para sentirse un poco más en control, decidió ponerse algo cómodo, pero al mirar su valija, su mano se dirigió instintivamente a una camiseta de algodón fina, de un color carne pálido, y a un short de seda corto, de color borravino. No era la ropa más práctica para dormir, pero la suavidad de la seda contra su piel le pareció un pequeño lujo, un acto de cuidado propio en medio del caos. Se cambió, y la tela ligera del short se ceñía a sus caderas y se deslizaba sobre sus muslos con una sensualidad que la hacía sentir vulnerable y consciente de su propio cuerpo. Se recostó en la cama, mirando el techo, preguntándose dónde estaría Noelia. Le pareció extraño que su prima no hubiera venido a descansar con ella, pero asumió que quizás se había quedado ayudando a su madre con algo.
El suave crujido de la puerta al abrirse la sacó de sus pensamientos. Esperaba ver la figura de Noelia, pero la silueta que llenó el marco era más grande, más ancha, infinitamente más intimidante. Era Roque. Se había quitado la gorra y su cabello castaño grisáceo estaba despeinado. Llevaba solo el pantalón de trabajo y una camisa blanca de mangas arremangadas, abierta hasta el esternón, dejando ver su pecho velludo y poderoso. La puerta se cerró detrás de él con un clic definitivo.
Oriana se incorporó de golpe, como un resorte, el corazón galopándole en el pecho. La habitación, que momentos antes le había parecido un refugio, se transformó de repente en una celda.
—Tío… —logró decir, con una voz que le temblaba de forma incontrolable—. ¿Qué… qué buscás?
Roque se rió, un sonido bajo y gutural que no tenía nada de alegre, solo certeza. Avanzó hacia la cama con su paso pausado y pesado, como un depredador que sabe que su presa no tiene escapatoria.
—Ya sabés lo que vengo a reclamar, sobrina —dijo, y su voz era una caricia áspera, una promesa de posesión—. No me hagas la de la mosquita muerta. Lo viste en el río. Lo viste en la cocina. Sabés cómo funciona esta casa.
—Yo no… no quiero problemas —protestó ella, débilmente, retrocediendo sobre la cama hasta que su espalda chocó contra la pared—. Por favor…
Pero sus palabras sonaban huecas, incluso para sus propios oídos. Mientras su boca se negaba, su cuerpo, traidor, respondía a la presencia abrumadora de su tío. El mismo calor que la había atormentado todo el día se intensificó, concentrándose en un punto de ebullición entre sus piernas. "Quiero que me tome", pensó, y el pensamiento fue tan claro y aterrador que casi gritó. "Quiero saber cómo se siente. Quiero dejar de luchar". Sabía, con una certeza visceral, que si cruzaba esa línea, si permitía que Roque la tocara, no habría vuelta atrás. Sería una de ellos, para siempre.
—Los únicos problemas acá son los que uno se busca —respondió Roque, parándose al borde de la cama. Sus ojos grises la recorrían, desnudándola a través de la fina camiseta y el short de seda—. Y vos, nena, viniste buscando esto. Se te nota en la mirada. En cómo te movés.
Comenzó a desabrocharse el cinturón con movimientos lentos y deliberados, sin apartar la mirada de ella. El ruido del cuero al deslizarse fue obscenamente íntimo.
—No… —susurró Oriana, pero ya no era una negativa, era un ruego, una admisión de su propia debilidad.
—Sí —afirmó él, y fue una orden.
Se inclinó sobre la cama, capturando su rostro entre sus manos grandes y callosas. Su olor, a tabaco, a tierra y a sudor limpio, la envolvió. Y entonces, su boca descendió sobre la de ella. No fue un beso, fue una conquista. Su lengua, fuerte y exigente, invadió su boca, buscando, explorando, reclamando. Oriana puso las manos en su pecho para empujarlo, pero la fuerza no estaba en sus brazos. Un gemido de rendición escapó de su garganta, y sus labios, al principio tensos, se ablandaron, respondiendo con una necesidad que la avergonzaba y la excitaba al mismo tiempo. Cerró los ojos, entregándose a la marea.
Roque se separó solo un instante, jadeando, sus ojos brillando con un fuego triunfal.
—Eso —murmuró—. Así me gusta. Relajate y disfrutá. Tu cuerpo ya sabe lo que quiere.
Sus manos no perdieron tiempo. Agarró la fina tela de su camiseta y, con un movimiento brusco, se la arrancó por encima de la cabeza, rompiendo la costura de un hombro. El sonido del algodón desgarrado fue como el de un velo cayendo. Luego, sus dedos se metieron bajo la cintura del short de seda.
—Por favor… —volvió a gemir Oriana, pero era inútil. Él le bajó el short y sus bragas de un solo tirón, hasta los tobillos, dejándola completamente expuesta y temblorosa sobre las sábanas.
—Mirá eso —dijo Roque, contemplando su cuerpo desnudo, su mirada recorriendo cada curva, cada temblor—. Toda una diosa, hecha para esto. Para ser adorada y usada.
Se despojó de su propia ropa, y su cuerpo, maduro y poderoso, se cernió sobre el de ella. Oriana se quedó quieta, ofreciéndose, sintiendo el peso de él, el calor que emanaba de su piel. Sus protestas se habían esfumado, reemplazadas por un deseo profundo y vergonzoso. Quería ser poseída, quería que él la marcara, que la hiciera suya de una vez por todas.
—¿Ves? —susurró él, mientras su mano bajaba por su vientre, encontrando la humedad que ya empapaba su entrepierna—. Ya estás lista para tu tío. Chorreando como una nena buena.
La penetró entonces, pero no con la brutalidad que ella, en el fondo, esperaba. Fue con una lentitud exquisita, casi insoportable. Un centímetro a la vez, permitiendo que cada milímetro de su carne se ajustara a la imponente circunferencia de su miembro. Oriana gimió, enterrando sus uñas en sus brazos, sus piernas envolviéndolo instintivamente. Era una sensación de ser desbordada, de ser llenada de una manera que no sabía que era posible. Él se detuvo cuando estuvo completamente dentro, y la miró a los ojos, saboreando el momento.
Y entonces, dijo la frase que partió en dos la última resistencia en el alma de Oriana.
—Dios, nena —jadeó, con una voz ronca de placer y de un recuerdo lejano—. Tu concha… me hace acordar a la de tu madre cuando era joven. A la hermana de tu viejo… la misma textura… el mismo calorcito apretado.
El mundo de Oriana se detuvo. Las imágenes de su madre, una mujer seria y adecuada de Buenos Aires, se estrellaron contra la realidad del cuerpo de Roque sobre el suyo, de su miembro dentro de ella. Era la violación final, no solo a su cuerpo, sino a su linaje, a su historia. Él no solo la estaba tomando a ella; estaba profanando el recuerdo de su madre, arrastrándola a este mismo abismo de lujuria familiar. Y sin embargo, en lugar de horror, lo que sintió fue una extraña y retorcida conexión, una aceptación final. Ya no era solo Oriana; era la continuación de algo, de un legado de deseo oscuro que ahora le pertenecía. Un gemido largo, de derrota y de éxtasis, se escapó de sus labios, y por primera vez, sus caderas se elevaron para encontrarse con las de él, aceptando completamente su destino en los brazos de su tío.
La confesión de Roque, esa profanación del recuerdo de su madre, había quebrado el último dique de resistencia en el interior de Oriana. Ya no había lugar para la moral, para la duda, para la ciudadana que había llegado en el micro días atrás. Solo existía la realidad física, abrumadora, del cuerpo de su tío moviéndose dentro de ella con una lentitud que era a la vez una tortura y un éxtasis. Cada centímetro de su penetración era una lección, una afirmación de un poder al que ella ahora se entregaba por completo.
—Así… —jadeó Roque, sus ojos grises clavados en los de ella, leyendo cada espasmo, cada gemido—. Así es como le gusta a la hermanita de tu vieja, ¿no? Que la llenen bien despacio, que la hagan sentir cada latido.
Oriana, con la cabeza hundida en la almohada, no podía más que gemir en respuesta. Sus manos, que antes intentaban empujarlo, ahora se aferraban a sus brazos, sus uñas marcando medias lunas en la piel curtida.
—Sí… —logró sollozar, y la palabra, una admisión de su complicidad, la liberó de una carga que no sabía que cargaba—. Tío… por favor…
—¿Por favor, qué? —preguntó él, deteniéndose por un instante, saboreando su rendición—. ¿Qué querés, sobrina? Decilo.
—Más… —susurró, avergonzada y excitada por su propia súplica—. Quiero más.
Una sonrisa de lobo se dibujó en el rostro de Roque. —Eso. Así me gusta. Que lo pidas.
Y entonces, aumentó el ritmo. La lentitud deliberada dio paso a unas embestidas profundas y constantes que hacían crujir la estructura de la cama. Oriana sintió cómo el placer se acumulaba en su interior, una presión dulce y feroz que crecía con cada movimiento de sus caderas. Él era un maestro, conocía cada ángulo, cada punto de fricción que la llevaba al borde del abismo.
—¡Vas a venir para mí, nena! —le gruñó en el oído, su aliento caliente—. ¡Vas a chorrear por la concha de tu tío!
Las palabras soeces, que en otro contexto la habrían ofendido, ahora eran el combustible que alimentaba su lujuria. Le encantaba esa humillación, esa reducción a un objeto de placer. Era liberador. No tener que pensar, solo sentir. Su cuerpo se tensó, sus músculos se contrajeron y un primer orgasmo, violento y catártico, la estremeció de pies a cabeza. Gritó, un grito largo y desgarrado que sin duda se escuchó en toda la casa, un anuncio de su caída definitiva. Sus piernas temblaron incontrolablemente alrededor de su cintura.
Pero para Roque, eso era solo el comienzo. Se separó solo lo suficiente para mirar su rostro congestionado por el placer, sus ojos vidriosos, y luego la besó con una intensidad devoradora. Su lengua exploró su boca mientras sus caderas, implacables, no cesaban en su movimiento, impidiendo que la sensibilidad post-orgasmo se convirtiera en dolor, transformándola en una nueva y más profunda ola de deseo.
—Eso fue solo un calentamiento —murmuró contra sus labios—. Ahora vas a ver lo que es un hombre de verdad.
La sacó de la cama de un tirón y la puso a gatas sobre el colchón. La posición era aún más vulnerable, más expuesta. Oriana sintió el aire fresco sobre su piel sudorosa, y luego la mano grande y callosa de Roque descendiendo con fuerza sobre una de sus nalgas. El golpe, seco y punzante, le arrancó un gemido de sorpresa y dolor que se mezcló instantáneamente con un nuevo brote de placer. La humillación era total. Ella, la chica de capital, puesta a cuatro patas y nalgueada como a una niña desobediente, pero el contexto la transformaba en un acto de posesión lasciva.
—¡Esta cola también es mía! —declaró él, dando otra palmada, marcando su piel pálida con el rojo de sus dedos.
Y entonces, la penetró de nuevo. Pero esta vez no había rastro de la lentitud inicial. Fue una embestida brutal, un ritmo salvaje y posesivo que hacía temblar los muebles. Oriana gritaba con cada embestida, ya sin pudor, sus gemidos eran un himno de entrega que resonaba en las paredes de la casa de campo, un sonido que su tía, su primo y su prima debían estar escuchando, aprobando, quizás excitándose también. Era parte del ritual, parte de su iniciación.
Las embestidas de Roque eran cada vez más profundas, más urgentes. Él se aferraba a sus caderas con una fuerza bestial, marcándola, asegurándose de que al día siguiente llevara moretones que recordaran quién era el dueño de ese cuerpo. Oriana sentía que se disolvía, que ya no había separación entre ella y el placer, entre ella y el hombre que la poseía. Era pura sensación, puro animalismo.
—¡Ahora! —rugió Roque, y en ese instante, un segundo orgasmo, aún más intenso que el primero, estalló en el núcleo mismo de su ser. Fue una convulsión de puro éxtasis, un terremoto interno que la dejó sin aliento, con la vista nublada. Al mismo tiempo, sintió cómo Roque se hundía hasta lo más profundo de su vientre, y un chorro caliente inundaba su interior, llenándola, marcándola desde dentro con su semilla. Un gruñido largo y gutural, como el de un animal herido, salió de su garganta, y luego, el silencio, solo roto por el jadeo sincronizado de sus cuerpos exhaustos.
Roque se desplomó sobre su espalda por un momento, su peso una losa cálida y satisfactoria, antes de rodar a un lado. Ambos quedaron tumbados, mirando el techo, los pulmones luchando por encontrar un ritmo normal. Él tendió una mano y la posó sobre su vientre, en un gesto que era a la vez posesivo y extrañamente tierno.
Oriana no dijo nada. No podía. Solo sentía. El dolor en sus nalgas, la sensación de estar llena, el eco de los orgasmos que aún reverberaban en sus nervios, y una paz extraña, profunda. La confusión se había disipado. Ya no había preguntas. Solo esta nueva y abrumadora verdad.
Epílogo
Aquellas vacaciones en Córdoba, que habían comenzado con la inocente expectativa de un paisaje diferente, se convirtieron en el punto de inflexión de la vida de Oriana. No fue un verano cualquiera; fue un renacimiento en el fuego del deseo más prohibido. Los días que siguieron a su entrega total a Roque no estuvieron marcados por el arrepentimiento, sino por una exploración cada vez más profunda de los placeres que aquella familia única le ofrecía. Aprendió que el cuerpo de Benjamín, rudo y juvenil, satisfacía una urgencia animal inmediata. Que la devoción de María y Noelia hacia Roque no era ciega, sino una elección consciente basada en un placer compartido y un amor que trascendía toda convención. Y que Roque, el patriarca, el amante, el tío, era la piedra angular de ese universo, un hombre cuyo dominio despiadado y cuya posesión total le brindaban una seguridad perversa que nunca había conocido.
Al regresar a Buenos Aires, el gris de la ciudad y la monotonía de su vida universitaria le parecieron de una pobreza insoportable. Los chicos de su edad, con sus juegos de seducción torpes y sus inseguridades, le resultaban insípidos, infantiles. Su cuerpo, ahora educado en la crudeza y la intensidad del campo, anhelaba la mano firme de su tío, la mirada lujuriosa de su primo, la complicidad femenina de su tía y su prima.
Así, siempre que su bolsillo y sus estudios se lo permitían, Oriana encontraba una excusa para tomar el micro hacia Córdoba. Cada viaje era un peregrinaje hacia el placer. No iba a "visitar a la familia", iba a reencontrarse con su verdadero yo, con la mujer salvaje y liberada que había descubierto entre los cerros. Cada llegada era celebrada con un ritual de bienvenida que podía involucrar a Benjamín, a María, o a veces, en las noches más especiales, a Roque reclamándola con una intensidad que la dejaba temblando y renovada.
Encontró en ese campo, en esa casa, en esa familia retorcida y amorosa, una plenitud que jamás habría imaginado posible. Allí no tenía que fingir, no tenía que cumplir con expectativas ajenas. Solo tenía que sentir, entregarse y recibir, en un ciclo eterno de deseo y satisfacción. Esas "vacaciones" no habían terminado; se habían convertido en una parte esencial de su vida, el refugio secreto donde Oriana, la niña de capital, se transformaba en la mujer que siempre estaba destinada a ser, encontrando en los brazos de su propia sangre el placer más intenso y el hogar más verdadero que jamás conocería.
FIN.

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