La puerta de la habitación se cerró con un clic apenas audible, un sonido insignificante que, sin embargo, pareció sellar el mundo exterior y encerrarlas en una burbuja de intimidad cargada y vibrante. La habitación estaba sumida en la misma penumbra azulada de antes, pero ahora el aire parecía más espeso, impregnado de un calor que no provenía del clima sino de los cuerpos y de las imágenes que ardían en la mente de Oriana. Ella se quedó de pie, temblorosa, apoyando la espalda contra la madera de la puerta como si necesitara un ancla física para no ser arrastrada por el torbellino de sus emociones. Su corazón era un pájaro enloquecido golpeándose contra las costillas, y un fuego bajo, vergonzoso y excitante, le recorría las venas, concentrándose en un punto de ebullición en lo más profundo de su vientre.
Noelia, en cambio, se movía con una languidez que era la antítesis del shock paralizante de su prima. Cruzó la habitación hasta su cama y, sin la menor ceremonia, se deslizó fuera de sus bragas de algodón negro, que quedaron abandonadas en el suelo como una piel desechada. Luego, se quitó el top deportivo, liberando sus pechos pequeños y firmes, de pezones oscuros y erectos por la excitación y la frescura de la noche. Se recostó sobre las sábanas, completamente desnuda, y su silueta pálida era una mancha de luz en la oscuridad. Su mano derecha, la misma que había sostenido la de Oriana con firmeza protectora minutos antes, comenzó a descender por su propio cuerpo con una familiaridad conmovedora. Se acarició el vientre, los muslos, y finalmente se detuvo en el suave monte de vello púbico.
Oriana la observaba, incapaz de apartar la mirada, sintiendo que cada movimiento de los dedos de Noelia era un eco de los que había visto en la habitación de Benjamín, un eco que resonaba directamente en su propio cuerpo, despertando una urgencia que nunca antes había reconocido.
—Noe… —logró balbucir, su voz quebrada por la confusión—. ¿No te parece… raro lo que ocurre en tu casa?
La pregunta sonó infantil, incluso para sus propios oídos, pero era lo único que su mente, aferrada a las ruinas de su moral anterior, podía formular.
Noelia emitió un suspiro que era mitad jadeo, mitad risa suave. Sus dedos comenzaron un movimiento circular, lento pero insistente, sobre su clítoris.
—Raro… no —dijo, y su voz tenía un dejo de éxtasis que la hacía sonar lejana—. Excitante… eso sí. Siempre… siempre fue así, Ori. Desde que tengo memoria.
—¿Y no… no te da… asco? —insistió Oriana, apretando los muslos en un intento inútil de sofocar la pulsión que crecía dentro de ella.
—¿Asco? —Noelia arqueó la espalda, hundiendo los dedos un poco más en su carne húmeda—. Para nada. Es… es amor, prima. Es… uf… es la forma en que nos queremos. Papá, mamá, Benja y yo… es natural. Es fuerte. Es… real.
—¿Y vos también…? —la pregunta de Oriana se cortó, demasiado turbadora para ser completada.
—No con ellos… no así —aclaró Noelia, jadeando un poco más fuerte, su ritmo acelerándose—. Pero lo veo… y me gusta verlo. Me hace… mmm… me hace sentir parte de algo… intenso. Más intenso que cualquier pelotudez de la ciudad.
Oriana sentía cómo sus propias bragas de encaje marfil se empapaban. La naturalidad con la que Noelia hablaba de aquello, la crudeza de sus palabras mezcladas con los sonidos húmedos de su autoexploración, estaban demoliendo sus defensas una a una. "Es amor", había dicho. Esa palabra, aplicada a aquel cuadro de lujuria compartida, retumbaba en su cabeza, buscando un lugar donde encajar.
—Pero es tu hermano… tu papá… —musitó, ya sin convicción, mientras observaba cómo la mano de Noelia se movía más rápido, sus músculos abdominales tensándose.
—Y son… los hombres… que más… me calientan —confesó Noelia con un gemido ahogado—. Verlos… ver lo que le hacen a mamá… cómo la disfrutan… uf, Ori… es lo más… lo más excitante que hay.
Su cuerpo se arqueó entonces en una curva perfecta y tensa. Un gemido largo, profundo, gutural, se escapó de sus labios, un sonido que era pura rendición al placer. Tembló por unos segundos, sus piernas se estiraron y luego se relajaron, y su mano cayó, agotada, sobre el costado. La respiración, entrecortada y profunda, fue lo único que llenó el silencio durante un minuto. Luego, un suspiro de satisfacción absoluta.
—Bueno… —dijo Noelia, con una voz soñolienta y cargada de paz—. A dormir, ¿ya? Mañana hay que ordeñar temprano.
Y como si nada extraordinario hubiera ocurrido, como si acabaran de ver una película aburrida, Noelia se dio vuelta, se arropó con la sábana y, en cuestión de pocos minutos, su respiración se volvió lenta y regular, el sueño profundo de quien no carga con ningún conflicto.
Oriana permaneció inmóvil contra la puerta, sintiéndose más sola y confundida que nunca. La habitación ahora estaba en silencio, pero el eco de los jadeos de su prima y, antes, los de su tía, resonaban en sus oídos. El fuego en su bajo vientre no se había apagado; al contrario, ardía con más fuerza, alimentado por la confesión de Noelia, por las imágenes prohibidas, por la sensación de haber vislumbrado un mundo donde los límites que ella conocía no existían. La moral le gritaba que aquello estaba mal, que era perverso, pero su cuerpo, traicionero y sabio, le susurraba otra cosa. Un deseo primitivo, ignorado durante años, había sido despertado con violencia y ahora exigía su tributo.
Con el corazón aún acelerado, se alejó de la puerta y se deslizó en su cama. La tela húmeda de sus bragas le rozó la piel sensible, enviándole un escalofrío. Miró hacia la cama de Noelia, asegurándose de que su prima estuviera profundamente dormida. La respiración rítmica era la única respuesta.
Tímidamente, como si fuera a cometer un delito, llevó su propia mano a su cuerpo. Sus dedos, finos y cuidados, treparon por su muslo, sintiendo la piel suave y temblorosa. Cuando finalmente llegaron al elástico de sus bragas, dudó un instante. Luego, con un movimiento decidido, se las bajó solo lo necesario, hasta liberar su sexo. El aire fresco de la noche fue un alivio y una provocación más.
Cerró los ojos y las imágenes regresaron con fuerza avasalladora: Benjamín chupando el pecho de María, Roque penetrándola por detrás, la expresión de éxtasis en el rostro de su tía. Y ahora, sumándose al collage mental, la imagen de Noelia tocándose y gimiendo sin pudor.
Su propio dedo índice, tembloroso al principio, encontró el pequeño botón de nervios sensibles. Un jadeo leve, apenas un susurro, se le escapó. Comenzó a frotar con suavidad, con movimientos circulares y titubeantes, pero la presión del deseo acumulado era demasiado fuerte. Pronto, la suavidad dio paso a una urgencia mayor. Su respiración se entrecortó, se hizo más profunda. Metió un dedo dentro de sí, sintiendo la humedad caliente y la tensión de sus músculos internos. Era una sensación que conocía, pero nunca la había experimentado con este trasfondo de trasgresión, con esta carga eléctrica de lo prohibido.
—Mmm… —gimió, tan bajo que apenas era un rumor.
Añadió un segundo dedo, sintiendo cómo su cuerpo se ajustaba, cómo la llenaban. Sus caderas comenzaron a moverse involuntariamente, siguiendo el ritmo de su mano. Ya no pensaba en la moral, en lo correcto o incorrecto. Solo sentía. Sentía el eco de los placeres ajenos convertido en una realidad ardiente en su propio cuerpo. Los jadeos se le escapaban ahora con más frecuencia, pequeños gemidos que sofocaba mordiendo su labio inferior. Su mano se movía con más fuerza, más rápido, impulsada por una necesidad animal de liberar la tensión explosiva que tenía dentro.
"Es excitante", había dicho Noelia. Y ahora, por primera vez, Oriana lo entendía completamente. No con la mente, que seguía nadando en la confusión, sino con cada fibra de su ser. La perversión, la transgresión, se habían transformado en el combustible de un placer más intenso y profundo de lo que jamás había experimentado.
Finalmente, la ola creció hasta un punto insostenible. Su cuerpo se tensó como un arco, sus dedos se clavaron en las sábanas con la otra mano, y un orgasmo violento y silencioso la recorrió de pies a cabeza. Fue una explosión interna que borró por unos segundos todo pensamiento, toda duda, toda confusión. Solo existía la descarga eléctrica del placer, un éxtasis que la dejó jadeante, sudorosa y completamente vacía.
Cuando la última onda cesó, se quedó tumbada, exhausta, mirando el techo oscuro. La confusión regresó, sí, pero ahora tamizada por una especie de paz física, una languidez satisfecha. Su cuerpo, al menos, había encontrado una respuesta clara, incluso si su mente seguía perdida. El susurro del deseo había sido más fuerte que el grito de la razón. Con un último suspiro, cuyas implicaciones no estaba lista para analizar, se dio vuelta y, vencida por el agotamiento físico y emocional, se hundió en un sueño profundo y reparador, mientras afuera, en el campo cordobés, la noche seguía su curso, indiferente a los pequeños cataclismos que sacudían el mundo interior de una joven de la ciudad.
La luz de la mañana se filtraba por las ventanas del dormitorio, intensa y cruda, bañando todo con una claridad que parecía querer disipar cualquier sombra de la noche anterior. Oriana despertó sola, con el espacio en la cama de al lado vacío y frío. El sueño profundo y reparador se desvaneció, y con él, la paz momentánea que le había brindado el agotamiento físico. De inmediato, como un golpe sordo en el estómago, regresaron todas las imágenes, todos los sonidos, toda la confusión. Se sentó en la cama, sintiéndose vulnerable y expuesta en su piyama de florecitas, como si la luz del día pudiera leer las marcas que la trasgresión había dejado en su piel.
"Fue real", pensó, con un nudo en la garganta. "No fue un sueño". El recuerdo de su propio orgasmo, provocado por aquel espectáculo prohibido, le trajo una oleada de vergüenza tan intensa que le ardieron las mejillas. Se vistió apresuradamente, eligiendo unos jeans y una remera holgada, anhelando cubrirse, protegerse de alguna manera.
Al entrar en la cocina, el aroma a café recién hecho y a pan casero caliente, que en cualquier otra circunstancia hubiera sido acogedor, le pareció una farsa. Y allí estaba el centro de la tormenta, la sacerdotisa de aquel ritual salvaje que había perturbado su mundo. María, con su mismo delantal floreado, su rostro redondo y bondadoso, y sus manos enharinadas amasando una nueva hornada de pan, canturreaba suavemente una canción de cuna. Era la imagen misma de la maternidad tierna y doméstica.
Oriana se paralizó en el umbral. Su mente proyectó sobre esa figura apacible la imagen de la mujer desnuda y sudorosa, retorciéndose y gimiendo bajo los cuerpos de su marido y su hijo. La disonancia fue tan brutal que le costó respirar. Durante unos segundos que se le antojaron una eternidad, simplemente se quedó allí, congelada, observando cómo su tía movía la masa con una serenidad que le resultaba incomprensible.
María alzó la mirada y, al verla, su rostro se iluminó con una sonrisa amplia y genuina.
—¡Buen día, mi amor! ¡Qué lindo verte descansada! —dijo, limpiándose las manos en el delantal—. ¿Dormiste bien? A Noelia le dio lástima despertarte, así que se fue a ordeñar con Benja. Vení, sentate, que te sirvo el desayuno.
La normalidad en la voz de María era tan absoluta, tan convincente, que por un momento Oriana dudó de su propia cordura. ¿Había soñado todo? ¿Era posible que aquella mujer, que ahora le tendía una taza de café con leche con gesto cariñoso, fuera la misma que anoche había participado en aquel acto de lujuria compartida?
—S… sí, gracias, tía —logró articular Oriana, forzándose a avanzar y a tomar asiento en la mesa de madera—. Dormí… bien.
—Me alegro, hija. El aire de campo pega duro al principio —comentó María, colocando frente a ella un plato con medialunas calientes y dulce de leche—. Hoy hace un día precioso. Después, si querés, le decís a Noelia que te lleve a dar una vuelta por el río. Está divino para darse un chapuzón.
Oriana asintió mecánicamente, evitando mirar a los ojos a su tía. Cada gesto amable, cada palabra cotidiana, chocaba contra el muro de sus recuerdos, creando una fisura por la que se colaba una mezcla de repulsión y de una curiosidad malsana. "¿Cómo puede actuar así, como si nada?", se preguntaba, atormentada. "¿Es que para ella realmente no fue nada extraordinario?".
Estaba terminando su segunda medialuna, sumida en sus pensamientos, cuando la puerta de la cocina se abrió y entró Benjamín. Traía puesta la misma ropa de trabajo del día anterior, manchada de tierra y hierba, y olía a campo, a sudor limpio y a macho. Su presencia llenó la habitación de inmediato, y Oriana sintió que el aire se volvía eléctrico. Él la miró directamente, y en sus ojos grises ya no había la timidez del día anterior, sino una intensidad descarada, un conocimiento que hizo que a Oriana se le secara la boca.
—Mamá —dijo Benjamín, sin apartar la mirada de Oriana—. Papá te necesita en el galpón. Dice que es para ver lo de la máquina de ordeñe.
—Ay, ese hombre y sus máquinas —suspiró María, desatándose el delantal—. Bueno, voy en un toque. ¿Vos ya terminaste, Benja?
—Sí, ya está todo listo —respondió él, con un tono que sonaba a finalización de algo más que las tareas.
María salió de la cocina, y el sonido de sus pasos se perdió por el corredor. De repente, la cocina, que minutos antes había sido un espacio de aparente normalidad, se transformó en una arena. El silencio se hizo pesado, cargado de todo lo no dicho, de todas las miradas robadas la noche anterior.
Benjamín no perdió tiempo. Se acercó a la mesa y se apoyó con las dos manos en el borde, inclinándose sobre Oriana, que se había quedado rígida en su silla, con el último bocado de medialuna pegado en el paladar.
—Mi hermana me dijo —comenzó él, su voz un susurro ronco y cargado de provocación— que te gusta mirar como me cogí a mamá.
Oriana sintió que el mundo se le venía encima. La sangre le golpeó el rostro con tanta fuerza que creyó que se desmayaría. Negar, negar era lo único que podía salvar la ficción de su cordura.
—No… no sé de qué hablás —tartamudeó, bajando la mirada al plato—. Yo no miré nada. Noelia… debe haber entendido mal.
Benjamín soltó una risa baja, un sonido que no tenía nada de alegre, solo certeza.
—No mientas, prima —dijo, y su mano se movió rápido, tomándola de la barbilla con una firmeza que no era brutal, pero que no admitía escape—. Se te notaba. Se te nota ahora. Tenés la cara colorada y los ojos… los ojos me dicen que no podés parar de pensar en eso.
—Dejame, Benjamín —intentó protestar, pero su voz sonó débil, quebrada.
Él se acercó más, hasta que su aliento, que olía a mate y a aire libre, le acarició los labios.
—¿Por qué? Si es lo que querés —murmuró—. Lo que necesitás.
Y entonces, sin esperar una respuesta, inclinó la cabeza y capturó sus labios en un beso. No fue un beso tierno o exploratorio. Fue una toma de posesión, un beso profundo, húmedo y experto que le robó el aliento y le paralizó la voluntad. Oriana puso sus manos en su pecho para empujarlo, pero la fuerza no estaba en sus brazos. "Esto está mal, es mi primo", gritó su conciencia, pero el grito se ahogó en la marea de sensaciones que la embargaban. El mismo fuego que había sentido la noche anterior, el que había intentado apagar con sus propios dedos, ardía ahora con una ferocidad renovada. Algo dentro de ella, algo primitivo y hambriento, se rendía. Sus manos, que iban a empujar, se aferraron a la camisa de él, arrugando la tela áspera. Un gemido leve, de rendición, se escapó de su garganta.
Benjamín interpretó ese sonido como la única confirmación que necesitaba. Con movimientos seguros y sin prisa pero sin pausa, comenzó a desvestirla. Le levantó la remera por encima de la cabeza, desabrochó el jean y se lo bajó junto con sus bragas, hasta que ella quedó completamente desnuda, sentada en la silla de madera, su piel de ciudad contrastando violentamente con la rusticidad del entorno. Él la observó, sus ojos grises recorriendo cada centímetro de su cuerpo con una avidez que la hizo estremecer.
—Mirá eso —murmuró, desabrochando su propio overol y liberando su erección, imponente y gruesa—. Ya estás empapada, prima. Y ni siquiera te toqué.
Oriana no pudo responder. La vergüenza y el deseo la tenían paralizada. Él la levantó de la silla como si pesara nada y la sentó sobre el borde de la mesa de la cocina, apartando con el brazo los platos y las tazas que quedaban del desayuno. El contacto de la madera fría contra sus nalgas desnudas fue un shock que la hizo consciente de la locura de la situación.
—No… acá no… —musitó, en un último y débil intento de cordura.
—Sí, acá —gruñó él, abriéndole las piernas y posicionándose entre ellas—. Donde todos comen. Donde mi mamá hace el pan.
La crudeza de sus palabras, el recordatorio de María en ese mismo espacio, fue la chispa final. Cuando Benjamín la penetró de una sola embestida profunda y brutal, un grito ahogado y largo escapó de los labios de Oriana. No fue un grito de dolor, sino de una liberación catártica, del colapso final de todas sus resistencias.
Las embestidas de Benjamín eran tan salvajes como las que había presenciado la noche anterior, pero ahora no las observaba desde la fría distancia de un espectador. Ahora las sentía, eran suyas. La mesa crujía con cada movimiento, el ritmo era un martilleo primal que ahogaba cualquier pensamiento. Él la miraba fijamente, sus ojos capturando cada una de sus expresiones de placer y de asombro.
—¿Ves? —jadeaba él, mientras sus manos, ásperas y fuertes, le agarraban las caderas para clavar cada embestida con más fuerza—. Esto es lo que querías. Lo que necesitabas desde que llegaste.
Oriana no podía negarlo. Su cuerpo respondía con una ferocidad que le era desconocida, sus caderas se elevaban para encontrarse con las de él, sus uñas se clavaban en sus brazos musculados. El placer era una espiral ascendente, un torbellino que la arrastraba más y más lejos de la orilla de su antigua vida. Los jadeos y gemidos se mezclaban en el aire de la cocina, una sinfonía de lujuria que reemplazaba el aroma a pan por el ocho del sexo y el sudor.
Finalmente, la ola del orgasmo la golpeó con una fuerza que la hizo arquearse y gritar, un grito que ya no intentó contener. Fue una explosión de luz blanca y sensaciones puras que la dejó temblando y sin aliento. Unos instantes después, Benjamín gruñó, hundiéndose en lo más profundo de ella, y sintió el calor de su semilla liberarse en su interior.
Por un largo minuto, solo permanecieron juntos, jadeando, pegados por el sudor, en el silencio ahora cargado de consecuencias. Benjamín se separó lentamente, y Oriana, temblorosa y vacía, se dejó resbalar de la mesa, buscando a tientas su ropa en el suelo. No se atrevía a mirarlo. Su mundo había vuelto a cambiar, y esta vez, ella ya no era una espectadora. Se había convertido en una participante activa, y el sabor de la transgresión, aunque amargo y confuso, era innegablemente dulce en su piel.
Continuara...

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