Los Días Salvajes - Parte 3

 


El silencio en la cocina, una vez que Benjamín se fue, fue más ensordecedor que el crujido de la mesa o los jadeos compartidos. Oriana se quedó temblando, desnuda y pegajosa, con las piernas aún débiles y la mente en un estado de shock profundo. La sensación de su primo dentro de ella, la crudeza del acto sobre la mesa donde minutos antes desayunaba con su tía, era una mancha imborrable, un contraste tan violento que le provocaba náuseas y, para su horror, un eco de placer residual que le hacía estremecer los músculos internos. Con un movimiento brusco, como si intentara arrancarse la piel, agarró su ropa del suelo y salió corriendo descalza por el pasillo, directo hacia el baño. 


Una vez dentro, cerró la puerta con llave y apoyó la espalda contra la madera, jadeando. Luego, encendió la ducha, dejando que el agua caliente llenara la pequeña habitación de vapor, como si pretendiera limpiar no solo su cuerpo, sino también el aire que respiraba. Se despojó de la ropa que aún sostenía con manos temblorosas y se metió bajo el chorro, que cayó sobre su cabeza como una cascada purificadora. El agua corrió por su cabello dorado, ahora oscuro y pesado por la humedad, y se deslizó por su cuerpo, que aún guardaba el mapa de lo sucedido. 


Observó su piel en el espejo empañado. Sus senos, pequeños y firmes, con los pezones aún erectos por la excitación y el contraste del agua, parecían más sensibles, como si la memoria del acto los hubiera despertado para siempre. El agua resbalaba por la suave curva de su vientre, donde unas horas antes había sentido el fuego del deseo, y bajaba por sus muslos esbeltos y tonificados. Entre sus piernas, el vello púbico, castaño claro y rizado, estaba aún húmedo no solo por el agua, sino por las secuelas de Benjamín. Se pasó la mano con el jabón por allí, y un estremecimiento la recorrió, un eco involuntario del placer que había experimentado. "Esto está mal, todo esto está mal", pensó, frotándose con más fuerza, como si pudiera lavar la culpa que se le incrustaba en el alma. Pero su cuerpo, traicionero, respondía a su propio tacto con una sensibilidad exacerbada, recordándole que, aunque su mente se rebelara, su carne había aceptado, incluso disfrutado, la transgresión. Se enjuagó rápidamente, apagando el agua con un movimiento brusco, y se secó con una toalla áspera, frotándose hasta que la piel enrojeció, buscando castigar de alguna manera la complacencia que había mostrado. 


Se vistió con movimientos automáticos, eligiendo un atuendo simple que le devolviera una sensación de normalidad: unos shorts de jean gastados y una remera blanca de algodón, sin sostén, buscando la comodidad y la ansiada inocencia que ya sabía perdida. Estaba abrochándose los cordones de sus zapatillas cuando la puerta de la habitación se abrió y apareció Noelia. Su prima lucía radiante, con las mejillas sonrojadas por el trabajo matutino y el sol, y su cabello negro como la noche recogido en una cola desordenada. 


—¡Hola, dormilona! —la saludó con su habitual energía—. ¿Te despertó el escándalo de las vacas? 


Oriana forcejeó por mostrar una sonrisa tranquila. —Algo así. 


—Mirá, se me ocurrió algo —dijo Noelia, sentándose en el borde de su cama—. Hoy hay que almorzar temprano y papá y Benja se van a llevar a mamá a Córdoba capital para unos trámites. Se van a quedar a dormir. ¿Qué te parece si nos escapamos nosotras solas a almorzar al río? Llevamos una vianda, nos tiramos al sol… puede estar bueno, ¿no? 


La propuesta era un salvavidas en el mar de confusión en el que Oriana nadaba. Alejarse de la casa, de la cocina, de Benjamín, de María… un respiro en un lugar abierto, donde el aire fuera puro y los pensamientos pudieran aclararse. Una distracción perfecta. 


—Sí —respondió, con más entusiasmo del que había mostrado en toda la mañana—. Me parece perfecto. 


El río era un espejo de aguas cristalinas que serpenteaba entre cerros verdes y piedras gigantes. El sonido del agua corriendo sobre los guijarros era un bálsamo para los oídos de Oriana, acostumbrados al ruido de la ciudad y ahora a los susurros cargados de la casa. Se habían cambiado en un pequeño matorral y ahora ambas estaban en bikini. El de Oriana era de un azul celeste, de dos piezas, que contrastaba con su piel dorada y realzaba la esbeltez de su figura atlética. La tela, ajustada a sus caderas y a la curva menuda de sus senos, le hacía sentir una mezcla de vulnerabilidad y libertad. El de Noelia era un bikini entero negro, sencillo y funcional, que se pegaba a su piel de porcelana como una segunda piel. 


Pasaron las horas comiendo unos sándwiches que había preparado María —Oriana evitó pensar en las manos que los habían hecho—, tomando sol sobre una toalla grande y metiéndose en el agua fría que le erizaba la piel pero le aclaraba, momentáneamente, la mente. Fue una tarde idílica, casi perfecta, en la que por primera vez desde su llegada, Oriana logró relajarse, riendo con las historias de su prima sobre el campo y sus animales. Pero, como un presagio, sabía que la paz era frágil. 


Cuando el sol comenzó a inclinarse, pintando el cielo de naranjas y rosados, Noelia, que estaba recostada boca arriba con los ojos cerrados, rompió el hechizo. 


—Ori —dijo, su voz serena pero cargada de una intención que hizo que a Oriana se le acelerara el corazón—. ¿Sabés por qué te pedí que viniéramos hoy? Solas. 


Oriana se incorporó sobre los codos, mirándola. —Para pasar un lindo día… ¿no? 


Noelia abrió los ojos y se giró hacia ella, apoyando la cabeza en su mano. Su expresión era de una calma y una determinación absolutas. 


—Sí, pero también por otra cosa —hizo una pausa, como midiendo sus palabras—. Hoy voy a hacer el amor con mi papá por primera vez. 


El mundo se detuvo para Oriana. El sonido del río, el canto de los pájaros, todo se apagó. Miró a su prima, buscando en su rostro un indicio de broma, de locura, de algo. Pero solo encontró una felicidad tranquila, una certeza profunda. 


—¿Qué? —logró balbucear, sintiendo que la tierra se movía bajo la toalla—. Noelia… ¿estás… hablando en serio? 


—Completamente en serio —afirmó ella, con una sonrisa dulce—. Ya es tiempo, Ori. Tengo diecinueve años. Ya es hora de que deje de ser virgen. Y quiero que sea con él. Quiero que sea aquí, frente al río, en un lugar lindo. 


—Pero… es tu papá —susurró Oriana, horrorizada y, para su propia confusión, intensamente curiosada—. Noelia, eso… no se hace. Es… 


—¿Contra natura? ¿Incorrecto? —completó Noelia, sin perder la calma—. Para vos, quizás. Para la gente de afuera. Pero para nosotros es… es la forma más pura de amor. Es la continuación de todo. Mi mamá lo entendió, Benja lo entendió… y yo también. Él me va a cuidar, me va a guiar. Va a ser perfecto. 


Oriana se quedó sin palabras. Intentaba procesar la lógica retorcida, el sistema de valores completamente ajeno que su prima le presentaba con tanta naturalidad. Recordó a Benjamín, su fuerza, su posesión, y sintió un escalofrío. Esto era diferente, era más profundo, más ritualístico. 


—Yo… no sé qué decir —confesó, sintiéndose otra vez la niña de ciudad perdida en un mundo de instintos salvajes. 


—No hace falta que digas nada —dijo Noelia, tomándole la mano—. Solo te pido una cosa. Quiero que seas testigo. 


Oriana sintió que el aire le faltaba. —¿Q-qué? 


—Que estés ahí. Que veas. No quiero que sea un secreto para vos. Sos mi prima, y de alguna manera… ahora sos parte de esto. Parte de nosotros —la miró fijamente, sus ojos miel llenos de una súplica genuina—. Quiero compartir con vos el momento más importante de mi vida. ¿Lo harías? ¿Serías mi testigo? 


El corazón de Oriana latía con tanta fuerza que le dolía el pecho. Cada fibra de su ser, su educación, su moral, le gritaba que huyera, que dijera que no, que eso era una locura. Pero otra parte, la misma que se había quedado quieta cuando Benjamín la besó, la misma que había encontrado placer en la transgresión, se sentía irresistiblemente atraída. Era un tabú mayor, un abismo más profundo, y la curiosidad, mezclada con una extraña lealtad hacia su prima y una morbosa fascinación, era más fuerte que el miedo. 


Cerró los ojos por un segundo, conteniendo la respiración. Cuando los abrió, su voz era un hilo de voz, cargado de un temor y una excitación que no podía disimular. 


—Sí —susurró—. Sí, Noelia. Seré tu testigo. 


La sonrisa que iluminó el rostro de su prima fue de una pureza y una felicidad absolutas. Le apretó la mano con fuerza. 


—Gracias. Sabía que podía contar con vos. 


En ese preciso instante, el crujido de una rama seca las hizo girar la cabeza hacia la arboleda. Allí, emergiendo entre los árboles, estaba Roque. No llevaba su overol de trabajo, sino un pantalón limpio y una camisa abierta que dejaba ver su pecho poderoso y velludo. Su mirada, esos ojos grises y penetrantes, no se posaron en Oriana, sino directamente en su hija. Y en ellos no había sorpresa, sino una expectativa serena, la del que llega a una cita largamente esperada. 


Caminó hacia ellas con su paso pausado y firme, hasta detenerse al borde de la toalla. El aire se cargó de una solemnidad eléctrica. Miró a Noelia, y una sonrisa tan tierna como posesiva curvió sus labios. 


—Hola, mi amor —dijo, y su voz era un rumor profundo que competía con el sonido del río—. ¿Lista para convertirse en mujer? 


La pregunta, simple y monumental, flotó en el aire del atardecer. Noelia asintió, con lágrimas de emoción brillando en sus ojos, y Oriana, la testigo, contuvo la respiración, preparándose para presenciar el acto final que sellaría su iniciación definitiva en los secretos de aquella familia y de aquel campo que lo había cambiado todo. 


El mundo se redujo a la orilla del río, al rectángulo de toalla sobre la hierba y a las tres figuras inmersas en un ritual ancestral y prohibido. El susurro del agua se convirtió en el único sonido de fondo permitido, una banda sonora natural para la escena que se desarrollaba bajo la luz dorada del atardecer. Oriana, sentada con las rodillas pegadas al pecho, se había convertido en una estatua, sus ojos verdes, abiertos de par en par, no podían despegarse de la pareja frente a ella. Era como observar un cuadro viviente, una pintura cargada de una sensualidad tan cruda que le quemaba la retina. 


Roque se arrodilló frente a su hija, y su mirada, siempre tan dura y calculadora, se suavizó con una ternura que Oriana no le creía posible. Con una mano callosa, le acarició la mejía, un gesto de una intimidad conmovedora. 


—Mi niña linda —murmuró, y su voz era un eco grave del rumor del río—. Mi Noelia. 


Ella sonrió, una sonrisa de completa y total entrega, y cerró los ojos cuando él se inclinó para besarla. No fue un beso paternal. Fue un beso de hombre a mujer, lento, profundo, explorador. Su lengua encontró la de ella, y Noelia respondió con una ansiedad contenida, sus manos subiendo por los brazos musculosos de su padre para aferrarse a sus hombros. Roque, con la paciencia de quien ha esperado mucho tiempo, comenzó a desvestirla. Sus dedos encontraron el nudo del bikini negro en su espalda y lo deshicieron con destreza. La tela cayó hacia adelante, y él, con un movimiento reverencial, se la quitó, dejando al descubierto sus pechos pequeños, pálidos y firmes, con los pezones oscuros ya erectos por la expectación. Luego, con la misma calma, deslizó el elástico del biquini hacia abajo por sus caderas, hasta que Noelia quedó completamente desnuda ante él, su piel de porcelana brillando a la luz del crepúsculo, un sacrificio virginal ofrecido en el altar del deseo familiar. 


Oriana contuvo la respiración. La belleza de su prima, su vulnerabilidad absoluta, era a la vez desgarradora y profundamente excitante. Roque se despojó de su propia ropa con unos movimientos eficaces, y su cuerpo quedó a la vista: poderoso, curtido, marcado por el trabajo y los años, con una virilidad que parecía dominar el espacio. Su miembro, erecto y grueso, era la prueba física de un deseo que trascendía lo paternal. 


—¿Tenes miedo, hijita? —preguntó Roque, acariciando el muslo tembloroso de Noelia. 


—No, papá —respondió ella, con una voz que era un hilo cargado de emoción—. Quiero esto. Te quiero a vos. 


Él asintió, y se posicionó sobre ella, sosteniendo su peso con los brazos para no aplastarla. Oriana, desde su lugar, podía ver cada detalle, cada sombra, cada contracción muscular. Roque guió su miembro hacia la entrada de su hija, y con una lentitud exquisita, una paciencia infinita, comenzó a penetrarla. Noelia cerró los ojos con fuerza, y un pequeño gemido, mezcla de dolor y de éxtasis, se escapó de sus labios. 


—Shhh… ya pasa, mi amor —murmuró Roque, deteniéndose, permitiendo que su cuerpo se adaptara—. Tu viejo te va a cuidar. 


La sensación para Roque era abrumadora. No era solo el placer físico, que era intenso, la cálida estrechez virginal de su hija envolviéndolo. Era la posesión absoluta, la culminación de años de miradas cómplices, de un deseo cultivado en la intimidad de una familia fuera de lo común. Ser el primero, el único en este momento sagrado para ella, lo llenaba de una soberbia y una ternura brutales. Él era el rey, el padre, el amante, todo en uno. 


Para Noelia, el dolor inicial se transformó rápidamente en una sensación de plenitud, de un hueco que siempre había estado ahí siendo llenado por la persona que más amaba y deseaba en el mundo. "Por fin", pensó, mientras las lágrimas rodaban por sus sienes mezcladas con una sonrisa de felicidad absoluta. "Por fin soy completamente suya". La excitación que la recorría era un río de lava, derritiendo cualquier último vestigio de inhibición. 


Para Oriana, la escena era de una incredulidad que se mezclaba con un calor creciente en su propio vientre. Ver a su tío, la figura de autoridad, penetrando a su propia hija con esa mezcla de brutalidad contenida y tierno cuidado, era la cosa más perturbadora y, no podía negarlo, más excitante que jamás había presenciado. Su moral, ya hecha añicos, se disolvía por completo en el caldo primario del deseo. 


Roque comenzó a moverse, con embestidas cortas y profundas, midiendo cada centímetro que ganaba dentro de ella. 


—¿Así, mi vida? —preguntó, jadeando levemente. 


—Sí, papá… así —jadeó Noelia, abriendo los ojos para mirarlo—. Más… un poquito más. 


Él aceleró el ritmo, de forma casi imperceptible, pero suficiente para que los jadeos de Noelia se hicieran más fuertes, más urgentes. Oriana no podía soportarlo más. El calor interno, el mismo que había intentado apagar en la ducha, ardía ahora con una fuerza incontrolable. Sin poder evitarlo, sin siquiera pensarlo, su propia mano se deslizó dentro de su short y de sus bragas. Sus dedos encontraron su clítoris sensible y húmedo, y comenzó a frotarse con una urgencia desesperada, sin poder apartar la mirada del acto que se desarrollaba a dos metros de distancia. 


—Me encanta cómo me sentís, papá —gemía Noelia, enredando los dedos en el vello de su pecho—. Estás tan adentro… 


—Todo tuyo, Noe —gruñó él, hundiendo el rostro en su cuello—. Todo para vos. Mi niña… mi mujer. 


Las palabras, tan cargadas de una significación retorcida y profunda, fueron el detonante final para Oriana. Su respiración se volvió entrecortada, sus dedos se movían más rápido, imitando el ritmo que Roque marcaba sobre el cuerpo de su hija. Era un acto de voyeurismo puro, de identificación con el placer ajeno, de una lujuria que se alimentaba de la transgresión más absoluta. 


El cuerpo de Noelia comenzó a tensarse, sus gemidos se convirtieron en un quejido continuo y agudo. 


—¡Papá, voy a…! ¡No puedo aguantar! 


—Dejate ir, mi amor —la instó Roque, con la voz ronca por el esfuerzo y la emoción—. Vení conmigo. 


Un grito desgarrador y liberador salió de lo más hondo de Noelia mientras su cuerpo era sacudido por su primer orgasmo. Se arqueó contra su padre, sus músculos internos apretándolo con fuerza. Roque, al sentir su climax, permitió que el suyo propio lo arrasara. Con un gruñido gutural, profundo como un trueno, se hundió en lo más profundo de ella y se dejó ir, vaciándose en su interior. En el clímax final, inclinó la cabeza y mordió con suavidad, pero con posesión, uno de los pezones de Noelia, que gimió, sobrestimulada, mientras las últimas ondas de placer la recorrían. 


En ese preciso instante, viendo la mordida, la expresión de éxtasis y sumisión en el rostro de su prima, y la figura poderosa de su tío descargando su semilla, Oriana llegó también a su propio orgasmo. Un espasmo silencioso y violento la recorrió, ahogando un gemido en su garganta mientras sus dedos se empapaban de su propio placer. Se desplomó hacia atrás, jadeando, sintiéndose vacía, usada y completamente viva. 


Durante unos minutos, solo se escuchó la respiración pesada de los tres y el eterno correr del río. Roque fue el primero en moverse. Se separó de Noelia con cuidado, y se levantó con esa calma imponente que lo caracterizaba. Se vistió con la misma tranquilidad con la que se había desvestido, como si acabara de realizar una tarea más del campo. Luego, se inclinó y le dio un beso tierno y prolongado en la frente a su hija, que yacía con los ojos cerrados, una sonrisa de beatitud en el rostro, sus piernas aún abiertas, exponiendo la intimidad ahora poseída. 


—Mi mujer —murmuró nuevamente, acariciándole el cabello. 


Después, su mirada se desvió hacia Oriana. La sostuvo con sus ojos grises, que ya no tenían ternura, sino una promesa cargada de intención lujuriosa. Oriana, todavía temblorosa y con la mano manchada, se encogió bajo esa mirada. 


—Bien vista la función, sobrina —dijo Roque, y una sonrisa casi imperceptible curvó sus labios—. Aprendiste rápido. Pronto será tu turno. 


Las palabras cayeron como una losa sobre Oriana. No eran una amenaza, sino una certeza. Una profecía. Y lo más aterrador era que, en lo más profundo de su ser, en ese lugar oscuro y recién descubierto, esa idea no le producía horror, sino una expectación temeraria y excitada. 


Sin añadir nada más, Roque dio media vuelta y se perdió entre los árboles, dejando a las dos primas a la orilla del río. Noelia seguía jadeando suavemente, con las piernas abiertas, el cuerpo marcado por el rito de pasaje. Oriana se quedó sentada, sin palabras, mirando el lugar donde su tío había desaparecido, con el eco de su promesa resonando en sus oídos y la humedad de su propio deseo enfriándose en sus dedos. El río seguía fluyendo, indiferente, pero para Oriana, el curso de su vida había tomado un camino del que ya no habría retorno.


Continuara... 

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