Los Días Salvajes - Parte 4

 


La falsa normalidad del día anterior se había desvanecido con la noche, dejando en su lugar una tensión eléctrica que impregnaba cada rincón de la casa. Después de lo ocurrido en el río, Oriana y Noelia habían recogido sus cosas en silencio, se habían vestido y habían regresado a la casa como si nada hubiera pasado. La cena, con María y Roque de vuelta de la ciudad, había transcurrido con una conversación mundana sobre los trámites, pero las miradas que se cruzaban bajo la luz de la lámpara tenían un nuevo peso, un nuevo significado. Oriana sentía los ojos de su tío sobre ella, una presencia tangible que le prometía el cumplimiento de aquella profecía junto al río: "Pronto será tu turno, sobrina". Esa idea, mezcla de terror y de una excitación profunda y vergonzosa, la había mantenido despierta gran parte de la noche, revolviéndose entre las sábanas, con el cuerpo sensible y la mente en un torbellino de imágenes prohibidas: el cuerpo pálido de Noelia arqueándose, la figura poderosa de Roque, la mirada de Benjamín. La "normalidad" que anhelaba era, en realidad, la continuación de aquella espiral de transgresión. 


El sueño, cuando finalmente llegó, fue superficial y poblado de sueños húmedos y confusos. Por eso, el despertar no fue gentil. No fue la luz del sol filtrándose por la ventana ni los suaves sonidos del campo. Fue algo áspero, húmedo y golpeándole suavemente la mejilla, luego los labios. Una y otra vez. Un peso cálido y familiar que, incluso en su estado de somnolencia, su cuerpo reconoció antes que su mente. Abrió los ojos, nublados por el sueño, y la visión que tuvo hizo que se secara la boca al instante. Benjamín estaba de pie al lado de su cama, completamente desnudo. Su cuerpo, juvenil y marcado por el trabajo, estaba bañado por la luz grisácea del amanecer. Y lo que la había despertado era su miembro, semi-erecto pero ya imponente, con el que le daba golpecitos secuenciales en el rostro, marcando una cadencia burlona y posesiva. 


—Despertá, dormilona —dijo su voz, ronca por la madrugada, sin rastro de la timidez del primer día. 


Oriana no se enojó. No gritó. No sintió el impulso de cubrirse o de empujarlo. En la distorsión de su nueva realidad, aquel acto rudo y degradante le pareció, de alguna manera perversa, una bienvenida, una confirmación. Era la crudeza que ahora asociaba con la "normalidad" de ese lugar. Era el despertador de esta nueva vida. Sin mediar palabra, como si respondiera a un instinto recién adquirido, giró la cabeza y, abriendo la boca, tomó la punta de su primo entre sus labios. 


Un gruñido de aprobación salió de lo más hondo de Benjamín. —Así me gusta. Bien sumisa al toque. 


Oriana cerró los ojos, entregándose a la tarea. Comenzó a chupar con una lentitud deliberada, sintiendo cómo la carne se iba endureciendo y agrandando en su boca hasta llenarla por completo. Su lengua, al principio tímida, comenzó a moverse, explorando la textura, el surco, la base. Sabía a sal y a piel, un sabor masculino y primitivo que, para su asombro, no le resultaba desagradable. Usaba sus manos para acariciar sus muslos tensos, para jugar con sus testículos, imitando con torpeza pero con creciente confianza lo que su cuerpo le dictaba. Los sonidos húmedos y los jadeos suaves de ella llenaron la habitación. 


—Mirá que lindo —murmuró Benjamín, enhebrandole los dedos en su cabello dorado y despeinado—. La nena de capital aprendiendo su lugar. ¿Te gusta chuparla, prima? ¿Te gusta tener la boca llena de tu primo? 


Oriana, con la boca ocupada, no podía hablar. En lugar de eso, emitió un gemido profundo, gutural, que vibraba alrededor de su miembro. Era una respuesta más elocuente que cualquier palabra. A ella, para su propia sorpresa, le gustaba esa forma de hablar de Benjamín, las humillaciones que eran en realidad afirmaciones de un poder que ella, secretamente, deseaba que se ejerciera sobre ella. Le hacía sentir usada, poseída, y en ese estado no tenía que pensar, solo sentir. 


—Sí, eso —jadeó Benjamín, apretándole la nuca—. Gemí como la putita que sos. La que se calienta viendo coger a su propia familia. 


Fue en ese momento, con la boca llena y los sentidos nublados por el placer y la sumisión, que la puerta se abrió. María asomó la cabeza, con su mismo delantal floreado y su rostro de madre tierna. No pareció sorprenderse en lo más mínimo por la escena. Sus ojos se posaron en la nuca de su hijo y luego en los ojos desencajados de Oriana, que intentó, al verla, retroceder, ahogándose. 


—Ay, hijo —dijo María con un tono de suave reproche, como si lo hubiera sorprendido comiendo dulce antes del desayuno—. Te adelantaste. Yo pensaba despertar a tu prima con un cafecito. 


El intento de retroceso de Oriana fue brutalmente frustrado. Benjamín, con una mano férrea en su nuca, la empujó hacia adelante con fuerza, hundiendo su miembro completamente en su garganta. Oriana sintió una arcada, las lágrimas brotándole de los ojos por la falta de aire, la sensación de asfixia y sumisión total. No podía moverse, atrapada entre el cuerpo de su primo y la mirada serena de su tía. 


—Yo me encargo de la prima ahora, mami —respondió Benjamín, con una calma que contrastaba con la violencia del acto—. Después nos bañamos juntos, ¿ya? 


María sonrió, una sonrisa amplia y genuina, llena de ese amor incondicional y retorcido que caracterizaba a la familia. 


—Cómo no, mi amor. Te estaré esperando —dijo, y con la misma naturalidad con la que había entrado, salió y cerró la puerta, dejándolos solos. 


Esos segundos fueron una eternidad para Oriana. La lucha entre el instinto de supervivencia y la entrega al placer fue feroz, pero breve. Finalmente, su cuerpo cedió. Relajó la garganta, permitiendo que la respiración, aunque dificultosa, encontrara un camino, y se concentró en la sensación de estar siendo usada, de ser un mero objeto para el placer de Benjamín. Él, sintiendo su rendición total, comenzó a moverse con más fuerza, jadeando, sus gruñidos cada vez más frecuentes. 


—Ahora, prima… tomá toda la leche —ordenó, y con un último empujón profundo, se dejó ir. 


Oriana sintió el chorro caliente y espeso llenando su boca, el sabor salado y amargo inundando su paladar. Tragó con dificultad, sin opción, mientras las últimas pulsaciones de su primo recorrían su lengua. Cuando él finalmente se separó, ella cayó hacia atrás sobre la almohada, jadeando, con el rostro enrojecido, los labios hinchados y brillantes, y las lágrimas secas marcando su mejilla. 


Benjamín se vistió rápidamente, mirándola con una sonrisa de satisfacción burlona. Se acercó y le dio unas palmaditas en la cabeza, como se le haría a un perro obediente. 


—Ya tomaste la leche, prima —dijo, su voz cargada de sorna—. Ahora andá a desayunar el resto. 


Y con eso, salió de la habitación, dejando a Oriana tendida en la cama, más confundida que nunca. El sabor de él aún en su boca, la humillación fresca, la mirada cómplice de su tía… y, sin embargo, un calor persistente y vergonzoso en su vientre. Se llevó los dedos a los labios, tocando la humedad residual. "El resto", había dicho. Y ella, en el silencio de la habitación vacía, supo con una certeza aterradora y excitante que aquello no había sido más que el comienzo. El desayuno, y todo lo que vendría después, prometía ser una comida mucho más compleja y saciante para los nuevos apetitos que había descubierto en lo más profundo de su ser.


El sabor de Benjamín, una mezcla salada y amarga que le recordaba al mar y a la tierra, aún persistía en el fondo de su garganta, un recordatorio físico de la humillación y la excitación que acababa de experimentar. Oriana se levantó de la cama con movimientos lentos, como si su cuerpo fuera de plomo. Se vistió mecánicamente, eligiendo otra vez ropa sencilla, un vestido de algodón holgado que le cayera sobre la piel sin rozar las marcas invisibles que sentía por todas partes. Necesitaba café. Necesitaba algo caliente que le lavara la boca y, con suerte, le aclarara la mente, aunque ya empezaba a perder la esperanza de que eso fuera posible. 


Se dirigió hacia la cocina, sus pasos silenciosos sobre el piso de baldosa roja. El aroma a café, que solía ser un consuelo, hoy le parecía una trampa, un señuelo que ocultaba la verdadera naturaleza de aquella casa. Pero cuando estaba a punto de cruzar el umbral, un sonido la detuvo en seco. No era el ruido de la cafetera ni el canto de los pájaros en el corredor. Era un sonido bajo, rítmico y húmedo, mezclado con jadeos suaves y un murmullo profundo y masculino que no podía confundirse con nada más. 


El corazón le dio un vuelco y se apretó contra la pared, justo antes de la entrada, desde donde tenía una vista oblicua del interior de la cocina. Y lo que vio le hizo contener la respiración, completando el cuadro de perversión que había comenzado a pintarse en su mente desde su llegada. 


Allí, en el centro de la cocina, bajo la misma luz matinal que iluminaba la mesa del desayuno, estaba Roque. De pie, con sus piernas firmemente plantadas en el suelo, llevaba solo su overol desabrochado y colgando de sus caderas, dejando al descubierto su torso poderoso y su sexo, completamente erecto y imponente. Y arrodilladas frente a él, en una postura de devoción absoluta, estaban su mujer y su hija. 


María, con su delantal aún puesto, como si hubiera interrumpido la preparación del desayuno para este ritual más urgente, tenía la boca llena de la base de su marido. Sus mejillas, siempre sonrosadas, estaban ahora encendidas por el esfuerzo y la excitación. Sus manos, aquellas manos que amasaban el pan con ternura, ahora acariciaban y masajeaban las nalgas de Roque, empujándolo suavemente hacia su rostro. A su lado, Noelia, con la misma entrega fervorosa que había mostrado junto al río, se concentraba en la punta, lamiendo y chupando con una energía juvenil, sus ojos cerrados en un éxtasis concentrado. 


—Eso, mi vida —gruñó Roque, enhebrando sus dedos grandes en el cabello negro de su hija—. Aprendiste rápido. Chupala como te enseñó tu viejo. Como te gusta. 


Noelia emitió un gemido de aprobación, un sonido vibrante que resonó alrededor del miembro de su padre. —Sí, papá… es tuyo… todo tuyo. 


—Y vos, María —continuó Roque, dirigiendo su mirada hacia su mujer—, siempre tan golosa. ¿Te gusta ver a tu nena compartiendo tu leche? 


María se separó un instante, jadeando, un hilo de saliva conectando sus labios con la piel de su marido. —Me encanta, Roque —dijo, su voz era un quejido de puro placer—. Verla así… tan mujer… con vos… es lo más lindo. 


—Entonces a trabajar, las dos —ordenó él, con un tono de dominación que era a la vez una caricia—. Quiero sentir esas lengüitas hasta el fondo. 


Las dos mujeres, madre e hija, sumisas y ansiosas, volvieron a su tarea con renovado fervor. Era un cuadro de una intimidad tan feroz y compartida que a Oriana le resultaba imposible de procesar. No era solo el acto sexual lo que la perturbaba, sino la naturalidad, la devoción, el amor palpable que emanaba de esa escena. Era una religión familiar, y el pene de Roque era su altar. Observó, hipnotizada, cómo las lenguas de su tía y su prima se encontraban a veces, cómo sus manos se tocaban al acariciar el mismo cuerpo, cómo competían y colaboraban en un esfuerzo conjunto para dar placer al patriarca. 


Roque cerró los ojos, disfrutando del servicio doble, sus músculos abdominales tensándose. 


—Así… así está bien —jadeó—. Mis mujeres… mis putitas lindas… ¡Carajo! 


Su cuerpo se tensó de repente, y un gruñido ronco escapó de su pecho. Oriana, desde su escondite, vio cómo sus manos se aferraban con más fuerza a las cabezas de María y Noelia, hundiéndolas contra él. Un chorro blanco y espeso brotó, salpicando primero el rostro de Noelia, que lo recibió con los ojos cerrados y una expresión de éxtasis triunfal, y luego el de María, que abrió la boca para recibir lo que pudo, limpiando con su lengua lo que caía sobre los labios de su hija con una ternura obscena. 


—Toda, Noelia… tomá toda la leche de tu papá —murmuró María, con voz amorosa, mientras ayudaba a su hija a limpiarse el rostro con sus dedos, que luego se llevó a la boca. 


Roque respiró hondo, con una sonrisa de satisfacción bestial, y se separó. Dio un paso atrás, abrochándose el overol con calma, mientras contemplaba a su mujer y a su hija, arrodilladas, con el rostro marcado por su semilla, jadeando y sonriendo entre ellas con una complicidad que transcendía lo maternal. 


—Buen trabajo, nenas —dijo, como un capataz feliz con su cuadrilla—. Noelia, vení conmigo, hay que revisar el alambrado del potrero sur. 


—Sí, papá —respondió Noelia, levantándose con agilidad. Se acercó a él y le dio un beso rápido en los labios, un beso que sabía a sí misma, antes de salir corriendo, radiante, a cumplir con sus tareas. 


Roque la siguió con la mirada y luego se volvió hacia María, que se estaba poniendo de pie, arreglándose el delantal. 


—Nos vemos más tarde, mi amor —le dijo, y fue solo una declaración de hecho, más que una promesa de continuidad. 


Cuando él también salió, la cocina quedó en silencio, solo roto por la respiración aún entrecortada de María. Oriana, paralizada en su escondite, observó cómo su tía se acercó al fregadero, se mojó un paño y se limpió el rostro con una tranquilidad pasmosa. Luego, como si un interruptor se hubiera accionado en su interior, se secó las manos, ajustó las hornallas y se dirigió a la alacena para sacar el pan y la mermelada. 


Fue en ese momento cuando Oriana, sintiendo que no podía permanecer escondida para siempre, hizo ruido al entrar, fingiendo que acababa de llegar. María se volvió, con su sonrisa tierna y habitual, sus ojos brillantes y sin rastro de la lascivia de minutos antes. 


—¡Buen día, mi amor! —la saludó, como si fuera cualquier otra mañana—. ¿Descansaste bien? Ven, sentate, que el café ya está listo. Hoy hice unas tostadas con dulce de leche que te van a encantar. 


Oriana se quedó mirándola, la boca seca, incapaz de articular palabra. La disonancia era tan brutal que le producía vértigo. Allí estaba la mujer que acababa de ser usada junto a su hija, limpiándose la cara de la prueba física del acto, sirviendo el desayuno con la misma calma con la que le daba de comer a las gallinas. No había culpa, no había vergüenza, solo una normalidad aplastante. 


—S… sí, tía —logró balbucear, acercándose a la mesa y tomando asiento, evitando mirar el lugar del suelo donde María y Noelia habían estado arrodilladas. 


María le sirvió el café y le puso un plato con tostadas doradas frente a ella. 


—Comé, hija, que hoy hay mucho que hacer —dijo, y había un brillo especial en sus ojos, un conocimiento compartido—. En esta casa, hay que mantener las fuerzas. Nunca se sabe cuándo te va a tocar a vos dar lo mejor de vos misma. 


La frase, dicha con esa dulzura maternal, sonó como la advertencia más aterradora que Oriana había escuchado en su vida. Y sin embargo, mientras mordía la tostada, sintiendo la mirada de su tía sobre ella, supo que era verdad. Y lo más perturbador fue darse cuenta de que una parte de ella, la misma que había tragado la leche de Benjamín, ya estaba esperando, con miedo y con una curiosidad insaciable, su turno para "dar lo mejor de sí misma" en el altar de aquella familia. 



Continuara... 

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